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martes, 28 de mayo de 2013

Una ofrenda como flor de harina con nuestro amor

Eclesiástico, 35, 1-15; Sal. 49; Mc. 10, 28-31
 ¿Cómo ha de ser la ofrenda que le hacemos al Señor?  Podría parecer una pregunta innecesaria, pero creo que puede ser importante. Tenemos un peligro y una tentación. Ser interesados en nuestras relaciones con el Señor. Y cuando le ofrecemos algo es porque algo estamos buscando. ¿Qué son, si no, nuestras promesas, por ejemplo?
Un poquito quizá podría ir por ahí lo que Pedro le dice a Jesús hoy en el evangelio. Jesús había estado hablando de la necesidad de la generosidad en el compartir y había hablado de lo difícil que seria entender el reino de los cielos a los ponen su confianza solo en el dinero - recordamos el caso del joven rico que se marchó ante la invitación de Jesús - y Pedro le pregunta qué les va a tocar a ellos que lo han dejado todo por seguirle. ‘Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido’, le dice. Ahora veremos la respuesta de Jesús.
El texto del Eclesiástico que hemos escuchado en la primera lectura nos ayuda a reflexionar sobre ello también. Progresivamente nos va hablando de cómo se va haciendo cada vez más sublime la ofrenda que le presentemos al Señor desde el cumplimiento fiel de la ley y de los mandamientos al compartir generoso de lo que somos y tenemos. Nos habla de ofrenda, de acción de gracias, de ofrenda de flor de harina - que viene a significar la ofrenda de lo más hermoso -, de sacrificio de alabanza. ‘No te presentes ante el Señor con las manos vacías… la ofrenda del justo enriquece el altar y su aroma llega hasta el Altísimo…’
No se trata, pues, simplemente de ofrecer cosas al Señor. Lo que agrada al Señor es el cumplimiento de su voluntad; lo que es agradable al corazón del Señor es el amor generoso que tengamos en nuestro corazón; sacrificio grato al Señor es apartarnos de todo mal y de toda injusticia; el aroma más agradable que le podamos ofrecer al Señor es el incienso de nuestro amor, de nuestra generosidad en el compartir y en el desprendernos de nuestro yo para buscar siempre al otro a quien amar.
No podemos andar como interesados en nuestras relaciones con el Señor. ‘No lo sobornes, nos dice, porque no lo acepta, no confíes en sacrificios injustos, porque es un Dios justo que no puede ser parcial’. Le ofrecemos nuestro amor como tiene que ser el amor siempre, como es el amor que el Señor nos tiene. El amor es darse y no porque se nos dé algo a cambio. Pero quien ama así generosamente se va a ver en verdad recompensado en el amor que recibe, al sentirse amado. Ya el Señor no se quedará atrás, porque su generosidad y su amor es de una medida sin medida, de una medida infinita.
De ahí la respuesta de Jesús a Pedro. ‘Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más… y en la edad futura, vida eterna’. Alcanzar esa vida eterna lo merece todo. ¿No era lo que le preguntaba aquel joven que había acudido a Jesús? ‘¿Qué haré para heredar la vida eterna?’, le preguntaba.
Pero fijémonos en un detalle. No nos dice Jesús que eso será fácil. Es más aunque nos promete cien veces más en su generosidad por lo que nosotros hayamos amado, no nos oculta las dificultades; no nos oculta que aun a pesar de todo seremos incomprendidos; no nos oculta que incluso vamos a sufrir persecuciones. ‘Cien veces más, casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones’, nos dice. Pero, ¿no merecerá la pena todo eso por alcanzar la vida eterna? Cuando en otro momento nos anuncie esas persecuciones en concreto nos dirá que no temamos porque no nos faltará un Defensor y nos anuncia que nos enviará su Espíritu que estará junto a nosotros siendo nuestra fortaleza.

Por algo hemos repetido en el salmo que también es palabra que el Señor nos dice: ‘Al que sigue buen camino, le haré ver la salvación de Dios’. Por ahí ha de ir nuestra ofrenda y nuestra acción de gracias al Señor.

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