Por pura gracia estamos salvados, seamos humildes y agradecidos con una vida más santa
Ef. 2, 1-10; Sal. 99; Lc. 12, 13-21
‘Dios, rico en
misericordia, por el gran con que nos amó, estando nosotros muertos por los
pecados, nos ha hecho vivir con Cristo - por pura gracia estáis salvados -, nos
ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con El’.
Parecería que no es necesario hacer ningún comentario
más. Es tan hermoso el mensaje que nos trasmite. Nos habla de la misericordia
de Dios, la riqueza de la misericordia de Dios, la abundancia de su
misericordia y su gracia; nos habla del amor con que no amó, no un amor
cualquiera sino que nos habla de un amor grande.
Y todo eso para hacernos vivir. Porque estábamos
muertos por nuestros pecados. Todo eso sin merecimiento alguno por nuestra
parte: estábamos muertos por nuestros pecados. Es un regalo de Dios, pura
gracia que nos da la salvación y no por nuestros merecimientos. Como nos dirá a
continuación, ‘estáis salvados por su
gracia y mediante la fe’. Nos regala el Señor la salvación y nosotros con
fe la acogemos. ‘No se debe a las obras
para que nadie pueda presumir’, nos dice.
¿Seremos conscientes de esta maravilla del amor de
Dios? Tendríamos que detenernos para meditarlo, para rumiarlo una y otra vez y
no tendríamos que cansarnos de dar gracias. Tal es la maravilla de ese amor.
Tal es la maravilla de ‘la inmensa
riqueza de su gracia, de su bondad para con nosotros’. Estábamos muertos y
él nos ha traído a la vida, nos ha resucitado, nos ha dado nueva vida. Tenemos
que aprender a dar gracias a Dios con toda nuestra vida, lo tendríamos que
estar haciendo en todo momento.
Si en la vida somos desagradecidos con alguien y ante
el menor detalle que tengan con nosotros no fuéramos agradecidos y le manifestáramos
nuestra gratitud, de nosotros dirían muchas cosas, que nos falta nobleza, que
no somos humildes para reconocer lo que han hecho con nosotros, nos mirarían
mal. Pero resulta que nos portamos así con Dios y nos quedamos tan tranquilos.
Cuántas veces hacemos como aquellos leprosos del evangelio que cuando fueron
curados por Jesús no tuvieron la delicadeza de volver atrás para venir a darle
gracias; solo uno lo hizo. Así hacemos tantas veces nosotros en la vida con
Dios.
Si fuéramos concientes de verdad cómo tendría que ser
nuestra respuesta. Y nosotros seguimos con nuestra mezquindad, seguimos
contando lo que hacemos como si fueran merecimientos con los que exigir la
salvación, seguimos con nuestras ruindades y pecados, seguimos con la pobreza
de nuestro amor. Quien se siente amado de esta manera tan maravillosa no
tendría que hacer otra que cosa que amar, y amar sin medida, sin cansancio;
convertir toda la vida en amor. Seamos agradecidos y seamos humildes; sepamos
reconocer las obras del Señor en nuestra vida. ‘Somos obra suya’, nos dice el apóstol, porque con su gracia nos ha
creado y nos ha redimido, nos ha salvado y nos ha llenado de la vida divina.
Pero ya no es solo el que mostremos nuestra gratitud
sino la manera con que respondamos haciendo que nuestra vida sea ya para
siempre una vida santa. Si hemos sido resucitados, rescatados de nuestra muerte
de pecado, justo sería que ahora hiciéramos todo lo posible para no volver a
esa anterior vida de pecado. Pero qué pronto caemos en nuestras rutinas y frialdades,
qué pronto volvemos a nuestra vida de pecado y de muerte.
Que se despierte nuestra fe; que se sensibilice nuestro
corazón, que abramos en verdad nuestro espíritu a la gracia de Dios y demos la
respuesta de santidad que el Señor pide de nosotros. No es otra cosa que
responder a la gracia del Señor.
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