La fe y la esperanza de santa Marta aliciente y alimento de todas las virtudes
Según sean nuestras metas será nuestro amor a la vida, nuestras luchas y esfuerzos, nuestros deseos de superación. Cuánto más altas y más grandes, será más grande la trascendencia que le demos a nuestra vida, porque no nos quedaremos en una vida ramplona, sólo de lo que pase a ras de tierra o de lo más inmediato que nos pueda suceder. Por alcanzar esas metas no nos importan las luchas y sacrificios porque lo que nos espera supera todo deseo.
Un ejemplo, que además tenemos que trascender, lo tenemos estos mismos días en que se celebran las olimpiadas; cuantas horas de sacrificios y entrenamientos de esos atletas que quieren llegar más alto, más allá y más lejos por alcanzar el honor de una medalla, que a la larga será vil metal que un día también se ha de corroer. Son grandes metas que les hacen tener también un inmenso amor a la vida. Quieren ser los mejores en su especialidad y para eso no se han ahorrado esfuerzos, y algunos incluso quieren abarcar varias disciplinas deportivas porque así serán el atleta más dotado y preparado, más completo.
Cuánto orgullo y gozo alcanzan cuando logran la meta deseada y nos gozamos con ellos cuando los contemplamos dichosos en sus triunfos, aunque sean meramente humanos, pero que nos pueden servir a nosotros también como un poderoso estímulo.
Pero lo del atleta lo ponemos como ejemplo de lo que ha de ser todo en nuestra vida, y también en la búsqueda de esas metas que nos trasciendan y que colmen las mejores ansias de nuestro espíritu. Porque no vamos a buscar el oro que brilla y que fugaz pronto puede perder su brillo, queremos buscar lo que dé la más honda y perfecta plenitud al hombre.
San Pablo también nos compara en ocasiones la vida como una carrera para la que tenemos que prepararnos, por la que tenemos que luchar sabiendo bien cuál es la recompensa que un día vamos a alcanzar. Nos habla de plenitud y de vida eterna; nos habla de vivir a Cristo de tal manera que nuestro vivir ya no sea otro sino Cristo. Nos invita a mirar a lo alto, porque es mirar a Dios en quien podemos alcanzar la total plenitud.
Hoy estamos celebrando a Santa Marta en la que vemos resplandecer entre todas sus virtudes la fe y la esperanza, que serán el aliciente y el alimento de todas esas otras virtudes que en ella podemos contemplar. La contemplamos haciendo una hermosa confesión de fe en Jesús como el único Salvador que había de venir al mundo, pero profesión de fe que estaba precedida y acompañada de una profunda esperanza. A las palabras de Jesús ante la muerte de su hermano Lázaro que anuncian vida y resurrección - ‘tu hermano resucitará’ le dice Jesús - ella confieza su fe, casi como de antemano, proclamando su esperanza en la resurrección futura. ‘Sé que resucitará en la resurrección del último día’. Hay una meta grande en su vida desde la fe que ha puesto en Dios y que la llena de esperanza.
Alguien que no haya terminado de comprender el sentido de una fe verdadera y de una verdadera esperanza podía alegarnos que precisamente porque creemos y esperamos la vida futura no amamos lo suficiente la vida presente. Nada más equivocado. Sabemos que la plenitud total de nuestra vida la alcanzaremos en la vida eterna y eso anima nuestra esperanza, pero eso anima también nuestra fe y nuestro amor a la vida presente que también hemos de vivir en la mayor plenitud que ahora en el tiempo limitado podamos alcanzar.
Ni la fe ni la esperanza cristiana nos aislan o separan de la vida presente, sino todo lo contrario, nos obligan, por así decirlo, a vivirla con una mayor responsabilidad y dedicación. Queremos vivir con toda intensidad cada instante de nuestra vida buscando en el amor lo que le va a dar a todo mayor sentido de plenitud. Por eso nos sentimos siempre en camino de superación, de crecimiento, de búsqueda de plenitud. Y todo eso lo sabemos vivir con la alegría de la esperanza.
Es un don de Dios que tenemos que saber agradecer, pero también acoger para darle la mayor hondura, dignidad y plenitud que aquí podamos alcanzar. Por eso el creyente, y el creyente cristiano es una persona comprometida con la vida, con su dignidad, con su valor. Nuestra esperanza de vida eterna no nos desentiende de esta vida nuestra de cada día con sus luchas, con sus problemas, con sus alegría, con su dolor, con todo lo que es.
Por eso defendemos toda vida aunque la podamos ver llena de muchas limitaciones a causa de dolor o de otras discapacidades físicas o siquicas que por distintos motivos podamos tener. Amamos la vida, toda vida y defendemos la vida, toda vida. Amamos la vida y luchamos por la dignidad de toda persona, de toda vida humana. Por eso nos duele quienes atentan contra la vida - y de cuántas maneras se atenta contra la vida -; nos duele quienes no la cuidan, ni la suya propia ni la de los demás, porque la destrozan y la queman de tantas maneras como ya bien sabemos y no hace falta entrar en más detalles.
Es la fe y la esperanza que ponen metas grandes en nuestra vida, pero que nos hace vivir la vida hasta en los más pequeños detalles dándole toda la intensidad de nuestro amor a todo lo que hacemos. Es lo que hará que cada momento y cada detalle sea importante para nosotros y así estaremos con un corazón atento y vigilante para ir viendo en cada momento donde podemos poner un poco más de amor. Es lo que nos hará serviciales hasta en los pequeños detalles, acogedores y abiertos a todo el que se acerque a nosotros por cualquier motivo, pero también para acercanos y abrir bien los ojos para ver donde haya una necesidad que atender, una tristeza que consolar, un dolor que mitigar, una ilusión y esperanza que despertar.
La fe y la esperanza que animan nuestra vida nos hará estar abiertos a Dios y atentos a su actuar de amor sobre nuestra vida para saber reconocerlo y agradecerlo. Marta era una mujer acogedora y servicial, pero era sobre todo una mujer abierta a Dios y tuvo la dicha de poder acoger en su hogar a Jesús, contar con su amistad y su presencia. Son los ojos de la fe que nosotros hemos de saber abrir también para descubrir cómo Dios llega a nosotros, cómo es ese actuar de Dios en nuestra vida.
La vemos en el hogar de Betania atareada preparando cosas, para tenerlo todo bien dispuesto porque ha llegado Jesús a su casa, y hasta se queja de que María se haya quedado embelesada escuchando a Jesús, pero es el amor el que la mueve y aunque sus manos están en hacer de todo lo que tiene que preparar sus ojos y su corazón están puestos en Jesús y seguro que sus oídos estarán bien atentos para no perder ni una de sus palabras.
Todos quizá recordamos a nuestra madre toda afanosa haciendo mil cosas a la vez porque quería contentar a todos y a cuantos llegaran a nuestra casa quería atenderles con la mayor dedicación del mundo; pero aunque estuviera haciendo mil cosas a la vez, como decíamos, sus ojos y sus oídos estaban atentos para no perder ningun detalle y hasta para poder seguir una conversación con el hijo que allí estuviera sentado o con cualquiera que llegara a nuestra casa. Es lo que contemplamos en Marta, afanada en tantas cosas, que aunque Jesús le dice que María ha escogido una parte mejor, seguro que ella no se perdería las palabras del Maestro.
Comenzábamos resaltando y destacando la fe y la esperanza de Marta que ponían altas metas de plenitud en su vida, pero se han ido como desgranando todas esas otras virtudes que brillaban con no menor resplandor en su corazón: la acogida, la hospitalidad, el servicio, el sacrificio, la entrega, la escucha, el amor que rebosaba de su corazón. Son breves las pinceladas que nos hace el evangelio del hogar de Betania, pero enormente enriquecedoras. Es la lección que en su fiesta queremos aprender, copiar para nuestra vida. Es un hermoso ramillete de virtudes el que resplandece en Santa Marta.
Por algo las Hermanitas la tienen como especial protectora de sus vida y como ejemplo también para la acogida y la hospitalidad tan imporantes en su quehacer de cada día en la atención a los ancianos y los abandonados. Ellas también quieren como santa Marta hacer que su fe y su esperanza sean el pilar sólido sobre el que se asienten sus vidas y del que manen todas esas otras virtudes que ellas quieren hacer resplander con su actuar. Por eso las vemos rezarle con tanto fervor y celebrar su fiesta con tanta alegría.
Si son capaces, como las vemos cada día, de estar siempre atentas a las necesidades y problemas de cada uno de los ancianos de nuestro hogar, si las vemos callada y humildemente estar siempre esa actitud de servicio y de acogida, es porque antes han hincado sus rodillas ante el Sagrario en muchos ratos de oración casi contemplativa, aunque nosotros no las veamos, para poner allí, en el Señor, su corazón, para poder levantar la mirada hacia el cielo donde ponen toda su esperanza como meta de plenitud total para sus vidas, y para en Jesús encontrar la fuerza y la gracia para saber ir, caminando con los pies bien fijos en la tierra que pisan, a desvivirse por la vida de cada uno de sus ancianos, cuidándolos con amor, dándeles ese cariño de madres, acompañándolos en sus soledades, poniendo una sonrisa de consuelo en sus penas y tristezas, curando las heridas de sus dolores y llevándoles siempre el amor de Jesús que es el que verdaderamente nos salva.
Celebremos con alegría la fiesta de santa Marta. Tomemos el ejemplo de su vida y como ella pongamos grandes y altas metas en nuestra vida que nos trasciendan, nos eleven y nos hagan pensar en la vida eterna, pero que nos hagan amar con intensidad esta vida de cada día poniendo siempre en ella el amor que le dé mayor plenitud. Que sea grande nuestra fe y nuestra esperanza para que, como en santa Marta, resplandezcan luego todas esas virtudes que nos hagan amables y acogedores, solidarios y generosos, alegres por la esperanza que llena nuestra vida y por la presencia del Señor que está siempre con nosotros fortaleciéndonos en nuestra debilidad y alegrando el corazón.
Que crezca más y más nuestra fe, que se avive nuestra esperanza y arda fuertemente nuestro corazón con el fuego de su amor.
Según sean nuestras metas será nuestro amor a la vida, nuestras luchas y esfuerzos, nuestros deseos de superación. Cuánto más altas y más grandes, será más grande la trascendencia que le demos a nuestra vida, porque no nos quedaremos en una vida ramplona, sólo de lo que pase a ras de tierra o de lo más inmediato que nos pueda suceder. Por alcanzar esas metas no nos importan las luchas y sacrificios porque lo que nos espera supera todo deseo.
Un ejemplo, que además tenemos que trascender, lo tenemos estos mismos días en que se celebran las olimpiadas; cuantas horas de sacrificios y entrenamientos de esos atletas que quieren llegar más alto, más allá y más lejos por alcanzar el honor de una medalla, que a la larga será vil metal que un día también se ha de corroer. Son grandes metas que les hacen tener también un inmenso amor a la vida. Quieren ser los mejores en su especialidad y para eso no se han ahorrado esfuerzos, y algunos incluso quieren abarcar varias disciplinas deportivas porque así serán el atleta más dotado y preparado, más completo.
Cuánto orgullo y gozo alcanzan cuando logran la meta deseada y nos gozamos con ellos cuando los contemplamos dichosos en sus triunfos, aunque sean meramente humanos, pero que nos pueden servir a nosotros también como un poderoso estímulo.
Pero lo del atleta lo ponemos como ejemplo de lo que ha de ser todo en nuestra vida, y también en la búsqueda de esas metas que nos trasciendan y que colmen las mejores ansias de nuestro espíritu. Porque no vamos a buscar el oro que brilla y que fugaz pronto puede perder su brillo, queremos buscar lo que dé la más honda y perfecta plenitud al hombre.
San Pablo también nos compara en ocasiones la vida como una carrera para la que tenemos que prepararnos, por la que tenemos que luchar sabiendo bien cuál es la recompensa que un día vamos a alcanzar. Nos habla de plenitud y de vida eterna; nos habla de vivir a Cristo de tal manera que nuestro vivir ya no sea otro sino Cristo. Nos invita a mirar a lo alto, porque es mirar a Dios en quien podemos alcanzar la total plenitud.
Hoy estamos celebrando a Santa Marta en la que vemos resplandecer entre todas sus virtudes la fe y la esperanza, que serán el aliciente y el alimento de todas esas otras virtudes que en ella podemos contemplar. La contemplamos haciendo una hermosa confesión de fe en Jesús como el único Salvador que había de venir al mundo, pero profesión de fe que estaba precedida y acompañada de una profunda esperanza. A las palabras de Jesús ante la muerte de su hermano Lázaro que anuncian vida y resurrección - ‘tu hermano resucitará’ le dice Jesús - ella confieza su fe, casi como de antemano, proclamando su esperanza en la resurrección futura. ‘Sé que resucitará en la resurrección del último día’. Hay una meta grande en su vida desde la fe que ha puesto en Dios y que la llena de esperanza.
Alguien que no haya terminado de comprender el sentido de una fe verdadera y de una verdadera esperanza podía alegarnos que precisamente porque creemos y esperamos la vida futura no amamos lo suficiente la vida presente. Nada más equivocado. Sabemos que la plenitud total de nuestra vida la alcanzaremos en la vida eterna y eso anima nuestra esperanza, pero eso anima también nuestra fe y nuestro amor a la vida presente que también hemos de vivir en la mayor plenitud que ahora en el tiempo limitado podamos alcanzar.
Ni la fe ni la esperanza cristiana nos aislan o separan de la vida presente, sino todo lo contrario, nos obligan, por así decirlo, a vivirla con una mayor responsabilidad y dedicación. Queremos vivir con toda intensidad cada instante de nuestra vida buscando en el amor lo que le va a dar a todo mayor sentido de plenitud. Por eso nos sentimos siempre en camino de superación, de crecimiento, de búsqueda de plenitud. Y todo eso lo sabemos vivir con la alegría de la esperanza.
Es un don de Dios que tenemos que saber agradecer, pero también acoger para darle la mayor hondura, dignidad y plenitud que aquí podamos alcanzar. Por eso el creyente, y el creyente cristiano es una persona comprometida con la vida, con su dignidad, con su valor. Nuestra esperanza de vida eterna no nos desentiende de esta vida nuestra de cada día con sus luchas, con sus problemas, con sus alegría, con su dolor, con todo lo que es.
Por eso defendemos toda vida aunque la podamos ver llena de muchas limitaciones a causa de dolor o de otras discapacidades físicas o siquicas que por distintos motivos podamos tener. Amamos la vida, toda vida y defendemos la vida, toda vida. Amamos la vida y luchamos por la dignidad de toda persona, de toda vida humana. Por eso nos duele quienes atentan contra la vida - y de cuántas maneras se atenta contra la vida -; nos duele quienes no la cuidan, ni la suya propia ni la de los demás, porque la destrozan y la queman de tantas maneras como ya bien sabemos y no hace falta entrar en más detalles.
Es la fe y la esperanza que ponen metas grandes en nuestra vida, pero que nos hace vivir la vida hasta en los más pequeños detalles dándole toda la intensidad de nuestro amor a todo lo que hacemos. Es lo que hará que cada momento y cada detalle sea importante para nosotros y así estaremos con un corazón atento y vigilante para ir viendo en cada momento donde podemos poner un poco más de amor. Es lo que nos hará serviciales hasta en los pequeños detalles, acogedores y abiertos a todo el que se acerque a nosotros por cualquier motivo, pero también para acercanos y abrir bien los ojos para ver donde haya una necesidad que atender, una tristeza que consolar, un dolor que mitigar, una ilusión y esperanza que despertar.
La fe y la esperanza que animan nuestra vida nos hará estar abiertos a Dios y atentos a su actuar de amor sobre nuestra vida para saber reconocerlo y agradecerlo. Marta era una mujer acogedora y servicial, pero era sobre todo una mujer abierta a Dios y tuvo la dicha de poder acoger en su hogar a Jesús, contar con su amistad y su presencia. Son los ojos de la fe que nosotros hemos de saber abrir también para descubrir cómo Dios llega a nosotros, cómo es ese actuar de Dios en nuestra vida.
La vemos en el hogar de Betania atareada preparando cosas, para tenerlo todo bien dispuesto porque ha llegado Jesús a su casa, y hasta se queja de que María se haya quedado embelesada escuchando a Jesús, pero es el amor el que la mueve y aunque sus manos están en hacer de todo lo que tiene que preparar sus ojos y su corazón están puestos en Jesús y seguro que sus oídos estarán bien atentos para no perder ni una de sus palabras.
Todos quizá recordamos a nuestra madre toda afanosa haciendo mil cosas a la vez porque quería contentar a todos y a cuantos llegaran a nuestra casa quería atenderles con la mayor dedicación del mundo; pero aunque estuviera haciendo mil cosas a la vez, como decíamos, sus ojos y sus oídos estaban atentos para no perder ningun detalle y hasta para poder seguir una conversación con el hijo que allí estuviera sentado o con cualquiera que llegara a nuestra casa. Es lo que contemplamos en Marta, afanada en tantas cosas, que aunque Jesús le dice que María ha escogido una parte mejor, seguro que ella no se perdería las palabras del Maestro.
Comenzábamos resaltando y destacando la fe y la esperanza de Marta que ponían altas metas de plenitud en su vida, pero se han ido como desgranando todas esas otras virtudes que brillaban con no menor resplandor en su corazón: la acogida, la hospitalidad, el servicio, el sacrificio, la entrega, la escucha, el amor que rebosaba de su corazón. Son breves las pinceladas que nos hace el evangelio del hogar de Betania, pero enormente enriquecedoras. Es la lección que en su fiesta queremos aprender, copiar para nuestra vida. Es un hermoso ramillete de virtudes el que resplandece en Santa Marta.
Por algo las Hermanitas la tienen como especial protectora de sus vida y como ejemplo también para la acogida y la hospitalidad tan imporantes en su quehacer de cada día en la atención a los ancianos y los abandonados. Ellas también quieren como santa Marta hacer que su fe y su esperanza sean el pilar sólido sobre el que se asienten sus vidas y del que manen todas esas otras virtudes que ellas quieren hacer resplander con su actuar. Por eso las vemos rezarle con tanto fervor y celebrar su fiesta con tanta alegría.
Si son capaces, como las vemos cada día, de estar siempre atentas a las necesidades y problemas de cada uno de los ancianos de nuestro hogar, si las vemos callada y humildemente estar siempre esa actitud de servicio y de acogida, es porque antes han hincado sus rodillas ante el Sagrario en muchos ratos de oración casi contemplativa, aunque nosotros no las veamos, para poner allí, en el Señor, su corazón, para poder levantar la mirada hacia el cielo donde ponen toda su esperanza como meta de plenitud total para sus vidas, y para en Jesús encontrar la fuerza y la gracia para saber ir, caminando con los pies bien fijos en la tierra que pisan, a desvivirse por la vida de cada uno de sus ancianos, cuidándolos con amor, dándeles ese cariño de madres, acompañándolos en sus soledades, poniendo una sonrisa de consuelo en sus penas y tristezas, curando las heridas de sus dolores y llevándoles siempre el amor de Jesús que es el que verdaderamente nos salva.
Celebremos con alegría la fiesta de santa Marta. Tomemos el ejemplo de su vida y como ella pongamos grandes y altas metas en nuestra vida que nos trasciendan, nos eleven y nos hagan pensar en la vida eterna, pero que nos hagan amar con intensidad esta vida de cada día poniendo siempre en ella el amor que le dé mayor plenitud. Que sea grande nuestra fe y nuestra esperanza para que, como en santa Marta, resplandezcan luego todas esas virtudes que nos hagan amables y acogedores, solidarios y generosos, alegres por la esperanza que llena nuestra vida y por la presencia del Señor que está siempre con nosotros fortaleciéndonos en nuestra debilidad y alegrando el corazón.
Que crezca más y más nuestra fe, que se avive nuestra esperanza y arda fuertemente nuestro corazón con el fuego de su amor.
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