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viernes, 22 de junio de 2012


Los tesoros que no se corroen y que tienen trascendencia de vida eterna
2Reyes, 11, 1-4.9-18.20; Sal. 131; Mt. 6, 19-23

Escucharemos, más adelante, en una de las parábolas que Jesús compara al reino de los cielos con el letrado que es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo según conviene. 

Contemplar a Jesús, como lo vemos en el evangelio, sentado en medio de sus discípulos y aquella multitud que había venido de todas partes allá en el monte, enseñando y con su palabra ir repasando cada una de las situaciones de la vida donde El quiere darnos luz, es como ese letrado, como ese padre de familia que va enseñando pacientemente fijándose ahora en un aspecto, después en otro pero dejándonos como sentencias, principios de vida y de luz para las diversas situaciones de nuestra vida.

Nos ha hablado de las actitudes nuevas con que hemos de relacionarnos con los demás, hablándonos del amor del perdón; nos ha hablado de la autenticidad de la que hemos de rodear nuestra vida alejándonos de toda apariencia y vanidad; nos ha hablado de cuál ha de ser la manera de relacionarnos con el Señor, enseñándonos la mejor oración; ahora nos habla de los tesoros de nuestro corazón, pero de las ataduras y esclavitudes que hemos de evitar cuando convertirnos lo material en dios de nuestra vida.

¿Cuál es el verdadero tesoro de nuestra vida? Hablar de tesoros es hablar de cosas valiosas, pero fácilmente nos quedamos pensando en riquezas materiales porque la plata y el oro relumbran demasiado fuerte delante de nuestros ojos. Y que esto no era sólo en los tiempos de Jesús, sino que ahora seguimos teniendo las mismas tentaciones y peligros. Y esos brillos dorados hacen que fácilmente apeguemos nuestro corazón a ellos. Decimos que no, que a nosotros no nos pasa eso, pero seamos sinceros con nosotros mismos y analicemos de cuántas cosas materiales nos rodeamos de las que no queremos desprendernos, que nos parecería que si no las tuviéramos no seríamos felices de verdad.

‘Donde está tu tesoro, allí está tu corazón’, terminará diciéndonos Jesús. Por eso nos invita Jesús a mirar a lo alto, a no quedarnos en las cosas de ras de tierra; nos invita a levantar nuestros ojos para poner verdaderos ideales en nuestra vida, para que busquemos no las cosas caducas sino las que permanecerán para siempre; nos invita Jesús a guardar nuestro tesoro en el cielo donde no se pierden, ni se estropean, ni tienen el peligro de ser robadas. 

‘Amontonad tesoros en el cielo…’ nos dice. Llenemos nuestra vida de las cosas que nos hacen verdaderamente grandes; pongamos verdaderos valores por los que nos guiemos y con los que sepamos actuar en nuestra relación con los demás, en nuestra convivencia diaria, en todo lo que bueno que podamos hacer a los otros. 

Piensa por ejemplo que una cosa buena que hagas al otro, un detalle de acogida al otro, un servicio que le hayas prestado no va a ser olvidado. Y aunque humanamente seamos desagradecidos y podamos olvidar lo bueno que nos hayan hecho los otros, eso quedará ahí como un tesoro bien guardado que tendrá una trascendencia grande para tu vida, y para tu vida eterna. 

No nos va a preguntar el Señor al final de nuestra vida cuantos coches o cuantas casas teníamos, o con cuanta joyas nos adornamos, pero si nos va a preguntar, o mejor, El lo va a recordar - cuantas veces compartiste tu pan con el hambriento, cuantas veces acogiste al hermano que sufría a tu lado, o cuantas cosas buenas hiciste por el otro, cuando supiste ser compresivo y con generosidad perdonaste, - porque Jesús nos dirá que todo eso se lo hicimos a El. 

Esas obras de amor, esas cosas buenas que vamos haciendo en la vida, ese amor que vamos repartiendo, esa alegría y esa paz que vamos suscitando en los que sufren a nuestro lado serán ese tesoro bien guardado que nadie nos podrá arrebatar y nos abrirá las puertas del Reino de Dios por toda la eternidad.
Amontonemos tesoros en el cielo que enriquecerán de verdad nuestro corazón.

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