El Reino de Dios, una simiente de gracia que Dios echa en la tierra de nuestra vida
2Samuel, 11, 1-17; Sal. 50; Mc. 4, 26-34
‘El Reino de Dios se
parece a un hombre que echa simiente en la tierra…’ Así comienza la parábola. Vuelve
Jesús a ponernos la comparación de la semilla echada en tierra. Hace pocos días
escuchamos la parábola del sembrador en que se nos hablaba de la importancia de
la tierra que había de acoger esa semilla. Buena tierra, o tierra endurecida,
tierra llena de abrojos o zarzales, tierra preparada y cultivada o tierra
incapaz de recibir la semilla. Así podían ser los frutos.
Pero hoy nos habla sencillamente de la semilla arrojada
a la tierra, que germinará y crecerá, que llegará a florecer y a dar fruto. La
importancia quiere ponerla Jesús hoy en la fuerza que en sí mismo tiene la
semilla. Algo que puede parecer pequeño e insignificante – nos habla también
del grano insignificante de la mostaza – pero que germinará para la vida.
Como terminará diciéndonos el evangelista ‘con muchas parábolas parecidas les exponía
la Palabra, acomodándose a su entender. Todo se los exponía en parábolas pero a
los discípulos se lo explicaba todo en privado’. Lo importante es cómo
Jesús quiere enriquecer nuestra vida con su Palabra, que es siempre Palabra de
vida y de salvación.
Es el sentido de las parábolas de hoy. Tenemos que
creer en la fuerza de la gracia. La gracia divina que enriquece nuestra vida,
que nos llena de vida, que nos trae la salvación. No son nuestros
merecimientos, no es una carrera de obstáculos que nosotros hemos de correr
buscando merecimientos o premios, sino que es el regalo de Dios, el regalo de
su amor que viene a ofrecernos vida y vida eterna.
De nuestra parte la acogida, la respuesta que reconocer
la gratuidad del amor de Dios y de su gracia. Acogemos la gracia divina y nos
dejamos hacer por ella, nos dejamos conducir, nos dejamos transformar. Y como
la semilla que germina y hacer brotar la planta nueva, así surge con la gracia
de Dios esa vida divina en nuestro interior, que nos levanta, que nos purifica,
que nos llena de salvación, que nos hace partícipes de la vida de Dios para
hacernos hijos.
Cuánta maravilla en el amor que Dios nos tiene. Cuánta
grandeza a la que nos ha llamado. Cuánto regalo de gracia que continuamente
derrama sobre nosotros. Son las maravillas de Dios, son las maravillas del amor
de Dios.
Como decíamos antes, tenemos que creer en la fuerza de
la gracia de Dios, que mueve nuestros corazones; la fuerza de la gracia de Dios
que va transformando nuestro mundo; la fuerza de la gracia de Dios que nos va
impulsando continuamente a lo bueno; la fuerza de la gracia de Dios que abre
nuestro corazón pero nos abre los ojos del alma para mirar con mirada nueva y
con mirada limpia a los demás; la fuerza de la gracia de Dios que nos va
llevando a ese compromiso por lo bueno y por justo para hacer nuestro mundo
mejor.
Hemos de reconocer que muchas veces la sentimos en
nuestro corazón pero o nos dejamos confundir y no discernimos bien aquello
bueno a lo que nos mueve, o nos cerramos a esa gracia haciéndonos oídos sordos
a cuanto bueno va inspirando en nuestro corazón o a esa fuerza que quiere
ayudarnos a vencer el mal y la tentación. Algunas veces nos atrevemos a decir
que no tenemos fuerzas, que nos sentimos débiles, pero es ceguera que se nos
mete en el alma para no ver esa gracia de Dios que nunca nos fallará. ‘Mi gracia te basta’, nos dice tantas
veces el Señor cuando nos vemos tentados por el mal, pero al final no hacemos
caso a ese impulso de la gracia y nos dejamos arrastrar por el pecado.
El Señor ha sembrado y sigue sembrando esa buena simiente
en el campo de nuestra vida y de nuestro corazón. Acojamos esa gracia para que
lleguemos a dar frutos de vida eterna.
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