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jueves, 7 de abril de 2011

A la fidelidad y amor de Dios se contrapone muchas veces nuestra infidelidad y pecado


Ex. 32, 7-14;

Sal. 105;

Jn. 5, 31-47

A la fidelidad y al amor de Dios permanente con su pueblo se contrapone la infidelidad, el desamor y el pecado con que tantas veces de una forma u otra correspondemos los hombres.

Fue el pueblo de Israel peregrino por el desierto; mientras Moisés en la montaña recibía la ley del Señor fundamento de la Alianza establecida entre Dios y su pueblo, éste al pide la montaña se había creado unos ídolos, un becerro de oro, hechura de manos humanas, abandonando al Dios de la Alianza que le había sacado de la esclavitud de Egipto. ‘En Horeb se hicieron un becerro, adoraron un ídolo de fundición; cambiaron la gloria del Señor por la imagen de un toro que come hierba’, como reflexionaba el salmista y nos invitaba a orar.

¿No hubiera sido lógico el castigo de aquel pueblo que le sirviera de escarmiento ante tantas infidelidades y la ruptura de la Alianza hecha con el Señor? Vemos cómo Moisés intercede por su pueblo. ‘¿Por qué Señor se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta?... Acuérdate de nosotros, por amor de tu pueblo’, hemos pedido nosotros también con el salmista. Dios que es misericordioso perdona la infidelidad de su pueblo.

Es lo que sucede en el evangelio con Jesús por parte también del pueblo de Israel. Jesús, podemos decir, les da razones y argumentos para que crean en El, pero aún así lo rechazan. ‘Yo he venido en nombre de mi Padre y no me recibisteis…’, les dice.

Les habla del testimonio de Juan. ‘Vosotros enviasteis mensajeros a Juan y él ha dado testimonio a la verdad’. Quien había venido como precursor del Mesías a preparar los caminos del Señor, le había señalado: ‘Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo’. Sólo un par de discípulos, Andrés y Juan, le siguen. Más tarde enviará unos emisarios a Jesús que vendrán con la respuesta de que en Jesús se ha cumplido todo lo anunciado por los profetas, pero tampoco le creyeron.

Habla, sí, Jesús del testimonio de Moisés y los profetas, pero tampoco aceptan este testimonio. ‘Si creyerais a Moisés, me creeríais a Mí, porque de Mí escribió él. Pero si no dais fe a sus escritos, ¿cómo daréis fe a mis palabras?’.

Pero el gran testimonio que Jesús ofrece son las obras de Dios, las obras del Padre que El realiza. ‘Tengo un testimonio mayor: las obras que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió, El mismo ha dado testimonio de mí’.

Precisamente ayer escuchábamos, son los versículos anteriores a este texto de hoy, que por eso buscaban como matarlo, porque se llamaba a sí mismo Hijo del Padre y se hacía igual a Dios.

Pero, ¿y nosotros? No podemos cargar las tintas en lo que otros hicieron o no hicieron. Cuando escuchamos la Palabra de Dios tenemos que escucharla como dicha a nosotros hoy. Y esta palabra, y estos testimonios que estamos escuchando, tienen que ayudarnos en ese camino de renovación que nosotros queremos recorrer también en este tiempo que nos conduce a la Pascua.

También nosotros tenemos que aceptar a Jesús, creer en El y seguirle. Una fe que tiene que llevarnos a vivir esa vida nueva que Jesús nos ofrece. Esa vida nueva que tiene que manifestarse resplandeciente por nuestras obras de santidad. Pero ya sabemos, no siempre somos fieles, muchas veces nos dejamos arrastrar también por el pecado. Cuánto prometemos de serle fiel y de amarlo siempre, y qué pronto lo olvidamos y nos volvemos a nuestra vida de pecado.

Tenemos a Jesús con nosotros y vivimos a veces como si no le conociéramos ni le amáramos. Una tarea de restauración de nuestra fe y de nuestra vida cristiana es lo que tenemos que hacer. Para que seamos consecuentes siempre y en todo momento con esa fe que tenemos y profesamos. Es en lo que tenemos que empeñarnos de verdad en este tiempo cuaresmal. Que el Señor nos de fuerza para realizarlo.

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