1Jn. 3. 22-4, 6;
Sal. 2;
Mt. 4, 12-17.23-25
En días pasados – antes de la Epifanía – escuchábamos el relato de la vocación de los primeros discípulos; hecho acaecido probablemente en Judea, en la orilla o las cercanías del Jordán donde Juan había estado bautizando y preparando los caminos del Señor. Hoy, aunque es en el relato de Mateo, nos dice que ‘al enterarse Jesús que habían arrestado a Juan, se retiró a Galilea’. Allí va a comenzar la actividad de Jesús.
No se establece en Nazaret, su pueblo donde había vivido la mayor parte de su vida, sino que se va a Cafarnaún. Es un lugar estratégico como nudo de comunicaciones entre Palestina y Asiria enmarcado en lo que los entendidos llaman la luna fértil que es el amplio territorio que viene desde la tierra de los Caldeos y se prolonga por Palestina. Damasco, la capital de Siria queda a poca distancia.
Sin embargo tampoco no se establece en la ciudad nueva e importante de Tiberíades – mandada a edificar por Herodes en honor de Tiberio, emperador romano -, quizá mucho más pagana y romanizada que Cafarnaún, aunque como anunciaba el profeta en la cita que nos propone hoy el evangelista se le llamaba Galilea de los gentiles, por esas influencias que recibían de pueblos extranjeros.
Allí comienza la actividad pública de Jesús anunciando el Reino de Dios e invitando a la conversión. ‘Recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas y proclamando el evangelio del Reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo’. Las noticias vuelan y su fama se va extendiendo. Aunque se ha establecido en Cafarnáun y su recorrido en principio es solo por Galilea le traen multitudes de enfermos y llegan gentes de toda Palestina. El Evangelista es detallista en este sentido en la descripción de los lugares: ‘Le seguían multitudes venidas de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y Transjordania’.
¿Había ansias de Dios? ¿Era muy intensa la esperanza que tenían en la pronta venida del Mesías? El corazón humano aunque algunas veces lo llenamos de tantas cosas terrenas que parece que lo ahogamos, sin embargo tiende hacia arriba, busca lo espiritual y lo sobrenatural; en una palabra busca a Dios. En Jesús se estaba manifestando algo especial y distinto. Como iremos viendo en el evangelio se admiraban de sus palabras, de su autoridad, de su doctrina, de su poder.
En el fondo todos deseamos a Dios y a nuestra manera lo buscamos. Esas aspiraciones algunas veces se nos ahogan por los apegos terrenos y materiales de los que nos rodean y bajamos el listón de lo espiritual a lo material. No ahoguemos los deseos más hondos que pueda haber en nuestro corazón.
Busquemos de verdad a Dios y dejémonos conducir por El, por su Espíritu, porque realmente es Dios quien nos sale al encuentro, quien nos está buscando también y ofreciéndonos lo mejor y lo más hermoso. Dejemos que Dios se nos meta en el corazón. Es quien puede llenarlo de verdad y de plenitud.
Aquí tenemos cada día la posibilidad de sintonizar con Dios. La Palabra que se nos proclama, la celebración en la que participamos, los momentos de oración que tenemos. Ahí podemos encontrar esa sintonía de Dios. Entremos en su onda. Afinemos de verdad esa sintonía. Como nos sucede cuando queremos captar una onda, una emisora en un receptor de radio que tenemos que con mucho pulso y delicadeza sintonizar bien para poder escuchar debidamente dicha emisión, así tenemos que hacerlo también con Dios. Porque se nos pueden meter por medio otras ondas, otras señales que enturbian nuestra sintonía. Por eso cómo hemos de concentrarnos, buscar la forma de que nada nos distraiga cuando queremos estar con Dios para poder escucharle, sentirle y sentirnos en su presencia, vivirle.
Sintonicemos de verdad con Dios y con su Palabra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario