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jueves, 21 de octubre de 2010

Necesitamos ser maduros y adultos en la fe

Ef. 3, 14-21;
Sal. 32;
Lc. 12, 49-53

Toda persona aspira a la madurez. No nos queremos quedar como niños siendo infantiles e inmaduros toda la vida. La vida es crecimiento que nos conduce a la madurez. Ese crecimiento interior que nos ayuda a tener convicciones profundas que nos lleven a un actuar con responsabilidad sabiendo lo que hacemos y a lo que nos comprometemos son señales de esa madurez que vamos teniendo en la vida.
Nuestro crecimiento no está sólo en lo físico o corporal como todos comprendemos. Tendemos a un crecimiento humano pero que tendría que ser total abarcando la totalidad de la vida. Eso entraña un crecimiento y una madurez espiritual y, en consecuencia, un crecimiento y una maduración también como cristianos. Aspectos estos que muchas veces se quedan relegados a un segundo plano pero que son importantes y esenciales para un creyente y para un cristiano.
Es lo que desde lo más profundo de su oración – ‘doblo mi rodillas ante el Padre’ - pide Pablo en la carta que escuchamos para los cristianos de la comunidad de Éfeso. Es hermoso. ‘Pidiéndole, dice, que os conceda por medio de su Espíritu: robusteceros en lo profundo de vuestro ser; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento… así llegaréis a vuestra plenitud según la Plenitud total de Dios’.
Sentirnos fuertes desde lo más profundo de nuestra vida y nuestra fe. Fortaleza de la fe, fortaleza nacida de la escucha de la Palabra de Dios, fortaleza en la profundización y maduración del conocimiento de Cristo. ¿Conocemos de verdad a Cristo? ¿conocemos de verdad nuestra fe y podemos dar razones de ella? ¿conocemos con hondura, por ejemplo, la Biblia, los evangelios…? No podemos ser infantiles e inmaduros en nuestra fe; necesitamos ser adultos en la fe y para ello hemos de saber buscar cauces de formación en esa fe. Es precisamente el objetivo pastoral en el que está empeñada nuestra iglesia diocesano en estos momentos.
Que Cristo habite en lo más hondo de nosotros. No sólo un conocimiento sino una vida. Conocer es vivir, se suele decir. Conocer, sí, para hacerlo vida en nosotros. Dejar que Cristo se meta en lo más hondo de nuestra vida, para dejarme conducir y guiar por su Espíritu. Ya no es mi vida, sino la vida de Cristo; ya no van a ser mis sentimientos, sino los sentimientos de Cristo; ya no será mi amor, sino el amor de Cristo.
Entonces, como nos dice el apóstol, el amor será nuestra raíz y nuestro cimiento, la fundamentación de mi vida. Un amor hondo, un amor puro, un amor entregado, un amor generoso, un amor comprometido, un amor en el sentido de Cristo, un amor que refleja lo que es el amor de Dios.
Entonces nos sentiremos fuertes ante las dificultades; fuertes para el testimonio; fuertes para el anuncio valiente del mensaje del evangelio; fuertes para sentirnos siempre misioneros de nuestra fe.
Sentiremos el ardor del Espíritu de Jesús en nuestro corazón. Como nos dice hoy en el evangelio ‘he venido a prender fuego en el mundo, y ¡ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, y ¡qué angustia hasta que se cumpla!’ Si nos llenamos de Cristo, de su amor, de la fuerza de su Espíritu en verdad que encenderemos esa hoguera de la fe y del amor en nuestro mundo. Tiene que ser nuestro maduro compromiso.

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