Ef. 2, 12-22;
Sal. 84;
Lc. 12, 35-38
Sal. 84;
Lc. 12, 35-38
‘Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois ciudadanos del pueblo de Dios y miembros de la familia de Dios’. Confieso que cualquiera de los párrafos o renglones de este texto de la carta de los Efesios podría valernos para iniciar nuestro comentario y reflexión porque por sí mismo nos da un hermoso mensaje.
Pablo está dirigiendo su carta a la comunidad de Efeso que en gran parte provenía del mundo pagano y que han aceptado a Jesús como su salvador. Hay en la comunidad también creyentes provenientes del judaísmo, y es por lo que les dice que ya nadie se puede considera ni extranjero ni forastero. Todos son ciudadanos ya del nuevo pueblo que ha nacido desde la salvación de Jesús, todos forman parte de esa nueva familia de los hijos de Dios.
‘Ahora estáis en Cristo Jesús. Por la sangre de Cristo, estáis cerca los que antes estabais lejos… El ha hecho de los dos pueblos una sola cosa… reconcilió con Dios a los pueblos reuniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz…’
Es hermoso. La Sangre de Cristo nos une, la sangre de Cristo nos reconcilia con Dios, la sangre de Cristo nos hace sentirnos un solo cuerpo. Cristo ha venido a traernos la paz. La paz que es el perdón y la gracia que nos concede. La paz que es nuestra unión con Dios. La paz que nos reconcilia entre nosotros, hace que nos reencontremos de verdad. Cristo ha derribado el muro que nos separaba y dividía, el pecado que nos rompía por dentro, nos apartaba de Dios, pero que también nos separaba de los demás. Por eso como nos dice ‘unos y otros podemos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu’.
Pero el mensaje no es sólo para los efesios que tienen que llenarse de gozo en su corazón y alabar a Dios por esa vida nueva que en Cristo ahora tienen. El mensaje es también para nosotros que igualmente tenemos que llenarnos de gozo cuando nos sentimos redimidos por la Sangre de Cristo. También tenemos que alabar a Dios por las maravillas que hace en nosotros. Pero todo esto nos tiene que llevar a considera cómo es nuestra vida, si todo esto es algo que vivimos nosotros, si todo esto nos lleva a ese encuentro profundo con los demás.
Ese pensamiento con el que comenzábamos de que ahora somos miembros de la familia de Dios tendría que hacer reflexionar y revisar el nivel de comunión, de cercanía, de verdadero amor fraterno que vivimos entre nosotros en el día a día de nuestra vida. Mal podemos sentir que somos esa familia de Dios si aún no hemos desterrado de nosotros esas cosas que nos enfrentan y nos dividen, nos alejan unos de otros o crean tensiones en nuestra relación.
El apóstol nos decía que Cristo con su sangre ha derribado el muro que nos separaba, el odio, pero quizá todavía no hemos puesto en nuestro corazón todo ese amor que tiene que acercarnos a los demás; quizá quedan dentro de nosotros resentimientos, envidias y no sé cuantas cosas que nos distancias; quizá puedan quedar dentro de nuestro corazón las desconfianzas que no nos hacen ser sinceros unos con otros. Todo eso tendría que cambiar. Como nos dice el apóstol Cristo ha venido ‘para hacer las paces y para crear un hombre nuevo’.
Es la tarea que nos queda ir realizando día a día, porque sabemos que nos cuesta. Pesa en nosotros como una rémora que nos arrastra hacia atrás nuestro egoísmo y nuestro amor propio. Pero con Cristo tenemos que saber de una vez por todas amar y perdonar.
Pidamos que nos inunde el Espíritu de la unidad y de la concordia.
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