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domingo, 16 de mayo de 2010

La Ascensión despierta una ardiente esperanza de seguirlo en su Reino


Hechos, 1, 1-11;
Sal. 46;
Hebreos, 9, 24-28; 10, 19-23;
Lc. 24, 46-53


‘Al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso… y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos y su reino no tiene fin…’ Así confesamos nuestra fe. ‘Por nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo…’ y ahora lo vemos glorioso subir al cielo, volver al Padre para manifestarse con todo poder y gloria sentado a la derecha de Dios todopoderoso.
Es lo que hoy estamos celebrando. Es día grande que brilla más que el sol, como recitamos en el dicho popular. Es la Ascensión del Señor. Se abajó y se hizo el último, pero Dios lo levantó, exaltó su nombre sobre todo nombre; podemos proclamarle el Señor.
Día de alegría, día de esperanza. Se manifiesta el triunfo y la glorificación de Cristo, se nos abren para nosotros las puertas del cielo, las puertas de la gloria. ‘Dios asciende entre aclamaciones…’ Jesús ha inaugurado la entrada en el cielo y nos ha dejado abierto el camino que conduce al mismo. Por eso la alegría de esta fiesta nos llena de esperanza. Tenemos ya ‘entrada libre en el Santuario del cielo, en virtud de la sangre de Jesús, contando con el camino nuevo y vivo que El ha inaugurado para nosotros’ que nos decía la carta a los Hebreos.
Cuando antes se ponían tristes cuando Jesús les hablaba de su marcha al Padre, ahora los vemos llenos de alegría, desaparecidos los temores, y no hacen otra cosa que bendecir a Dios. Desde que le vieron resucitado todo para ellos era alegría porque ya estaban pregustando el triunfo de Cristo. No se había quedado todo en la muerte, en la cruz, ni tras la loza de piedra que cerraba la entrada del sepulcro. Esos velos de oscuridad y temor se habían corrido, y la piedra había saltado a la entrada del sepulcro porque ya estaba vivo y resucitado. En las sombras de la muerte no había que ir a buscar a Jesús.
Ahora todo era luz y resplandor. Ahora ya pueden proclamar que Jesús es el Señor y por eso ahora daban continuamente gracias a Dios al descubrir que Jesús es el Señor, que Jesús es el Salvador. ‘Mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo al cielo. Ellos se postraron – reconocían que era el Señor – y se volvieron a Jerusalén con gran alegría… bendiciendo a Dios’, nos dice el evangelio.
Es que la Ascensión de Jesús al cielo es el camino de nuestra ascensión. Cristo asciende al cielo y le contemplamos revestido de gloria y sentado a la derecha del Padre. Pero eso es anticipo, prefiguración de la gloria a la que nosotros estamos llamados. Ahora sabemos hasta donde puede llegar la meta del hombre, alcanzar esa plenitud de Cristo, esa plenitud de gloria en el Señor.
La Ascensión del Señor es pasarnos a nosotros el testigo de su misión y para eso nos dará la fuerza del Espíritu Santo. ‘No os alejéis de Jerusalén; aguardad a que se cumpla la promesa de mi Padre… vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo… cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos… hasta los confines del mundo…’ Recibimos el testigo para ser testigos, para que demos el testimonio de Jesús.
Se acaba el ministerio terreno de Jesús pero comienza el ministerio de la Iglesia. La Iglesia que ha de continuar la obra y la misión de Jesús. Y cuando decimos Iglesia estamos diciendo nosotros. Nosotros tenemos ahora que seguir haciendo presente a Jesús en medio del mundo con la fuerza del Espíritu que recibimos en Pentecostés. Ahora nosotros somos los testigos que no podemos callar, que tenemos que dar testimonio, que tenemos que anunciar a Jesús, que tenemos que seguir realizando el reino nuevo de Dios.
Y esa obra y esa misión de Jesús pasa por el camino del amor, se manifiesta y se realiza en el amor. Por eso tenemos que amarnos. Por eso tenemos que llevar amor a nuestro mundo, sembrando semillas de amor. Fue el camino de Jesús y tiene que ser nuestro camino. Aunque sabemos que ese camino de amor de Jesús pasó por la cruz y por el calvario, y también de una manera o de otra en nuestro camino de amor tendremos que pasar por la cruz, por tantos calvarios de sufrimiento que son calvarios de entrega en la vida.
Pero no tememos. En ese amor nos sentimos elevados y liberados, transfigurados y llena de trascendencia nuestra vida. No tememos porque Cristo va delante de nosotros y aunque le vemos hoy subir al cielo, no por eso vamos a pensar que nos abandona o se desentiende de nosotros. Todo lo contrario, nos precede ‘para que vivamos en la ardiente esperanza de seguirlo en su reino’. Fue elevado al cielo para levantar a nuestra humanidad, esa humanidad que el había querido asumir al hacerse hombre como nosotros, y así ‘hacernos partícipes de su divinidad’, de su vida divina, de su gracia, de la fuerza de su Espíritu. En Cristo ‘nuestra naturaleza humana ha sido tan extraordinariamente enaltecida que participa ya de su misma gloria’.
Por eso su victoria es nuestra victoria; su gloria será también nuestra gloria. Por eso sentimos que ‘se eleva nuestro espíritu aspirando a los bienes del cielo’. Miramos al cielo, no para quedarnos estáticos y como adormilados, sino que, caminando con los pies en la tierra de este mundo nuestro que estamos llamados y comprometidos a transformar, sentimos que es de ahí arriba, por decirlo de alguna manera, nos viene la fuerza, nos viene la gracia para que podamos ahora, aquí en la tierra, realizar nuestra misión y un día ‘podamos alcanzar los gozos de los premios eternos’.
¿No son todo esto razones para la alegría y la esperanza? Por eso es tan grande esta fiesta de la Ascensión, es tan importante en nuestra vida y así lo ha celebrado la Iglesia siempre.

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