Hechos, 22, 30; 23, 6-14;
Sal. 15;
Jn. 17, 20-26
‘Les he dado a conocer y les daré a conocer tu Nombre, para que el amor que me tenías esté con ellos, como yo también estoy con ellos’. Por dos veces en este corto texto del evangelio nos habla Jesús del amor que el Padre le tiene y que por Jesús nos tiene a nosotros también. ‘De modo que el mundo sepa que Tú me has enviado y los has amado como me has amado a mí’. Un amor del Padre al Hijo desde toda la eternidad ‘porque me amabas desde antes de la fundación del mundo’. Pide Jesús que así también nosotros nos sintamos amados del Padre.
Cuando Jesús comenzaba esta oración sacerdotal decía que su gloria era darnos, trasmitirnos la vida eterna. Y nos decía: ‘Esta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo’. Ha venido, se ha hecho hombre para que tengamos vida eterna. Ha venido para revelarnos a Dios – es la Palabra de Dios, el Verbo de Dios, la revelación de Dios – y conociendo a Dios y conociéndole a El tengamos vida eterna. Ha venido para, con su entrega y su redención, alcanzarnos vida eterna.
En eso tenemos que aplicarnos, en alcanzar esa vida eterna, en llegar a ese conocimiento profundo de Dios que nos haga alcanzar la vida eterna. Alguno podría pensar, entonces ¿es suficiente tener conocimiento de Dios, o sea, saber cosas de Dios, y sólo con eso alcanzaremos la vida eterna? Entendámonos.
Cuando hablamos de ese conocimiento no se trata de saber cosas, como quien aprende geografía o matemáticas. Es algo mucho más hondo. Ese conocer nos lleva a vivir. Ese conocimiento de Dios que haría nuestra vida distinta y que nos llenaría de vida eterna es como un dejarnos inundar de Dios, impregnarnos de Dios, empaparnos de Dios, meternos en el corazón de Dios y dejar que Dios se meta en lo más hondo de nuestro corazón.
No es lo mismo una tierra reseca y endurecida como una piedra que una tierra que ha sido empapada suficientemente por el agua y los nutrientes necesarios para hacer surgir y verdear hermosas plantas que se llenarían de flores y de frutos. Así nosotros, inundados de Dios, nuestra vida verdeará y florecerá, nuestra vida podrá dar frutos, en una palabra, nos llenaríamos de vida eterna, arrancando de nosotros todo lo que es maldad y muerte.
La vida de un cristiano tiene que estar en continuo crecimiento. No se puede estancar. Muchos cristianos dicen a mí qué me van a enseñar si soy cristiano de toda la vida. El conocimiento de Dios no se agota nunca. Esa vida eterna que Dios nos da estará en constante crecimiento y maduración. Si no crece y madura tiene el peligro de morirse.
Por eso siempre tenemos que buscar todos los medios de formación y maduración en nuestra vida cristiana, para crecer en ese conocimiento de Dios. Tenemos que alejarnos de todo tipo de rutina y costumbrismo – hacer las cosas solamente dejándonos llevar por la costumbre sin tener una motivación profunda -. Hemos de tener hambre de Dios, de su Palabra, de su gracia, de su vida. Es lo que nos llevará al testimonio valiente, a los frutos del amor, a una santidad cada vez más resplandeciente.
Hoy hemos escuchado cómo Pablo, después de dar valiente testimonio de su fe en la resurrección de los muertos y en la resurrección de Jesús, siente lo que Dios le señala en su corazón que ha de ser su vida en adelante: ‘¡Animo! Lo mismo que has dado testimonio a favor mío en Jerusalén, tienes que darlo en Roma’. Es lo que quizá el Señor quiere hacernos sentir en lo más hondo de nuestro corazón. Hoy damos testimonio aquí, pero no sabemos por qué caminos nos va a llevar el Señor. Nosotros, sacerdotes y religiosos, hoy estamos con una misión o un ministerio en un lugar determinado, pero sabemos que el Señor nos pude enviar a otro lugar y a otra misión para que sigamos dando el testimonio de nuestra fe y de nuestra vida. Recordamos que hace unos días escuchábamos también a Pablo que se sentía impulsado por el Espíritu para ir a Jerusalén y él se dejaba conducir.
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