2Sam. 15, 13-14.30; 16, 5-13
Sal. 3
Mc. 5, 1-20
Sal. 3
Mc. 5, 1-20
Cuando Jesús proclamó en la Sinagoga de Nazaret el texto de Isaías señalaba que el Espíritu del Señor le enviaba ‘a proclamar la liberación de los cautivos y a dar vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor’.
Le vemos en el evangelio realizando signos y milagros que nos anuncian y señalan cómo el Reino de Dios se va construyendo, cuando nos va liberando del mal para que así Dios sea en verdad el único Señor y Rey de nuestra vida. Hoy le contemplamos en el evangelio manifestándonos ese señorío de Dios sobre el hombre para que nunca más el hombre se vea sometido, esclavizado bajo las garras del mal. Es lo que contemplamos que Jesús realiza con aquel hombre poseído por un espíritu inmundo en Gerasa en la otra orilla del lago.
‘Jesús y sus discípulos llegaron a la orilla del lago en la región de los gerasenos. Apenas desembarcó le salió al encuentro un hombre poseído de espíritu inmundo’, un endemoniado como decimos también. Un hombre tan poseído del mal que ninguna fuerza humana podía sujetar, pero que eso nos indica cómo se sentía esclavizado por el mal.
Ya conocemos el diálogo con Jesús, desde su reconocimiento de quién es Jesús, ‘el hijo del Altísimo’, como lo llama, hasta pedirle que si le manda salir de aquel hombre le deje introducirse en la piara de cerdos que hoza por los alrededores. Los demás detalles ya los hemos escuchado en el relato evangélico.
Jesús libera a aquel hombre del mal. Jesús quiere arrancar el mal de nuestro corazón. No vamos a hablar ahora de posesiones diabólicas ni de exorcismos, que necesitarían más amplias explicaciones, pero sí podemos hablar como el mal y el pecado se va introduciendo tantas veces en nuestro corazón. Cuánto nos cuesta muchas veces superar la tentación; cuánto nos cuesta arrancarnos del mal cuando se introduce en nuestra vida como una mala costumbre o un vicio. Todos nos damos cuenta cómo, por ejemplo, la persona que está enviciada por la droga o la bebida u otra fuerte pasión se siente atado y arrastrado por ese vicio que le quita hasta la libertad.
Podemos pensar en esos, llamémoslos así, vicios mayores, pero podemos pensar en esas pequeñas malas costumbres, esas rutinas que atan nuestra vida en nuestro trato diario con los demás; en esas pequeñas o grandes ataduras que aparecen en nuestra vida y de las que no nos podemos desprender: cosas a las que tenemos apegado el corazón y sin las cuales parece que no pudiéramos vivir, muletillas en nuestras palabras que pudieran ser ofensivas para los demás y que parece que no podemos dejar de decirlas, rutinas en nuestras conversaciones que nos llevan al juicio fácil contra los demás para murmurar, para criticar, para jugar al otro.
Son cosas que nos pueden muchas veces parecer minucias pero que tienen su importancia, porque quizá cuando nos dejamos llevar por ellas nuestro amor, por ejemplo, no es todo lo delicado que tendría que ser. Muchas veces queremos superarnos, dejar de actuar así, pero nos vemos como atados a esas malas costumbres y nos cuesta corregirnos y mejorar en nuestra vida.
Un cristiano que se toma en serio su vida tratará de examinarse y ver siempre lo que tiene que mejorar. Vigilancia, deseos de superación, crecimiento en lo humano y en lo espiritual, son tareas que hemos de saber realizar. Pero en ese crecimiento de nuestra vida, lo mismo que en esa purificación interior que hemos de ir realizando, tenemos que darnos cuenta que no es una tarea que hagamos sólo por nosotros mismos. Cristo, el Señor, está a nuestro lado, nos concede la gracia y la fuerza de su Espíritu para que podamos realizarlo. Es el Señor el que en verdad nos liberará de ese mal que se ha ido introduciendo en nosotros. Es el perdón generoso que nos concede cuando humildemente vamos a El reconociendo nuestro pecado, pero es también la fuerza de su gracia para esa purificación y ese crecimiento en la vida de la gracia.
Dejemos que el Seños nos libere. Dejemos que la gracia de Dios actúa en nosotros, que muchas veces esos pequeños defectos, fallos o debilidades se pueden convertir en una legión dentro de nosotros.
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