Ecle. 15, 1-6
Sal. 88
Mt. 11, 25-30
Sal. 88
Mt. 11, 25-30
‘Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo’. Esta es la antífona que nos propone la liturgia para comenzar la celebración de la Eucaristía de este día. Sedientos de Dios, buscando al Señor, queriendo contemplar su rostro, como se manifiesta en tantos salmos. Como decía san Agustín ‘nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti. Ansiamos conocer a Dios. Es el deseo profundo de nuestro corazón, porque todos deseamos plenitud. Queremos llenarnos de lo más bello, buscamos lo que es el sumo bien. Buscamos a Dios.
Hoy celebramos a Santa Teresa de Jesús. Ansiosa de Dios, hambrienta de Dios. A los veinte años entra en el Carmelo en el monasterio de la Encarnación en Ávila. Era una monja como tantas, cumpliendo la regla, viviendo su consagración al Señor en lo que era la vida del convento entonces. Luego sabremos de su alma insatisfecha que le llevará a la reforma del Carmelo. Serán años también de pruebas, de sequedades interiores, de silencio de Dios muchas veces, de noches oscuras, como diría luego su gran amigo y compañero de reforma san Juan de la Cruz. Dios estaba purificando su corazón y preparando para cosas grandes. Llegaría a alturas místicas inauditas. Un día se volcaría totalmente en Dios.
A los veinte años de su entrada en el Carmelo, a partir de lo que ella llama su conversión, inicia la reforma del Carmelo saliendo de la Encarnación y fundando san José, también en Ávila. No le fue fácil pero fue el inicio de un camino largo que le llevaría por los anchos caminos de Castilla, incluso llegando a Andalucía, fundando nuevos conventos de la reforma. No hacemos reseña completa aquí de su vida y de su obra que encontraremos en otros lugares y momentos. Quede simplemente constancia de la altura y profundidad de su santidad.
La liturgia de la Iglesia en este día nos dice que el Señor suscitó por inspiración del Espíritu a Santa Teresa ‘para mostrar a la Iglesia el camino de la perfección’, y le pedíamos en la oración que encendiera en nosotros ‘deseos de verdadera santidad’, a su ejemplo y con su enseñanza. Es lo que contemplamos en los santos, en lo que son modelo y estímulo para nosotros y en lo que ellos de manera especial interceden por nosotros.
Como Teresa hemos de aprender nosotros a vaciarnos de nosotros mismos. Aquel camino de pruebas y purificación fue un aprender ella a vaciarse de sí misma para poder llenarse de Dios. Y qué bien supo hacerlo. De todos es conocido la profundidad de su contemplación y la altura mística en que vivía. Porque es que Dios se revela a los pequeños y a los sencillos. Así tenemos que hacerlo. Nos lo recuerda una vez más el evangelio de hoy. ‘Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y tierra, porque no has revelado esto a los sabios y entendidos sino a los pequeños y sencillos’.
Lo hemos reflexionado muchas veces pero tenemos que seguir haciéndolo para que así se transforme nuestro corazón, para que así nos despojemos de nuestro yo, nuestros orgullos, nuestras vanidades, nuestros ‘saberes’ para disponer nuestro corazón sólo para Dios. A los pobres se les anuncia la Buena Noticia. Hagámonos pobres vaciándonos de nosotros mismos para que así llegue esa Buena Noticia a nuestro corazón, para que así nos sintamos impulsados por esos caminos de santidad.
Todos tenemos que ser santos, allí donde estamos, donde está nuestro lugar. La contemplación de santa Teresa nos podría hacer pensar que sólo en la soledad de un monasterio es donde podemos alcanzar ese grado de perfección y santidad. Esa es una vocación concreta. Cada uno tiene que descubrir su vocación, los planes de Dios para su vida, el lugar que ha de ocupar en la vida. Ahí respondiendo generosamente al Señor es donde tenemos que vivir nuestra santidad, donde tenemos que dar gloria a Dios.
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