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jueves, 26 de febrero de 2009

Os pongo delante la vida y la muerte

jueves de ceniza

Deut. 30, 15-20

Sal. 1

Lc. 9, 22-25

Jesús nos habla en el evangelio de hoy de ganar la vida y de perder la vida; que quien quiere ganar, pierde y que quien es capaz de perderla, gana. Visto así a primera vista podría parecer un juego de palabras, pero es mucho más. Sus palabras son: ‘Porque el que quiere salvar la vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará’.

Por eso tendríamos quizá que preguntarnos ¿qué es lo que quiere decirnos Jesús? ¿Qué es perder la vida para Jesús y qué es ganarla?

Nuestros parámetros o categorías son bien diferentes. Ganar será tener más, salir vencedor, y perder será ser derrotado o quedarnos sin nada. Vivimos en este mundo de locas carreras porque siempre queremos ser los primeros y los vencedores.

Por su parte el libro del eclesiástico nos ponía en dilema: ‘Mira: hoy pongo delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal… os pongo delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición…’ Es cierto que todos queremos la vida; nadie quiere morir. Pero ¿cuál será ese vivir o ese morir?

¿Dónde está nuestra vivir? ¿el vivir sólo para sí o el ser capaz de vivir para los demás? Tenemos que contemplar la vida de Jesús, su actuar, sus palabras, sus obras, para darnos cuenta lo que en verdad era vivir para El. Nos enseñó a amar, pero El amó primero.

Si hoy escuchamos que Jesús nos dice ‘el que quiere seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo’, es que ante El nos había dicho cuál era el camino que El había escogido. ‘El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día’. Después que nos había dicho cuál era el camino de su vida, nos pide a nosotros seguirle por el mismo camino.

El sube libremente a Jerusalén sabiendo lo que allí le espera. ‘Doy mi vida libremente, nadie me la quita’, había dicho. Y sabiendo que en Jerusalén le esperaba la cruz, sube allá, aunque los apóstoles no lo entiendan y, como hemos reflexionado tantas veces, Pedro incluso quiera disuadirlo de subir a Jerusalén, porque eso no le puede pasar. Escogió el camino de la vida y de la bendición, vivir no para sí, sino para los demás.

Si nos dijeran a nosotros, a ti o a mí, tienes que morir, pero con tu muerte vas a salvar muchas vidas, ¿cuál sería nuestra reacción? Así, en frío, ¿qué es lo que haríamos? Porque podemos ser héroes en un momento extraordinario que seríamos capaces de arriesgarnos a meternos en un edificio en llamas por salvar la vida de los que están dentro. Podemos morir en el intento, pero no es que lo busquemos. Distinto es que nos digan que vamos a morir irremediablemente para salvar unas vidas. Se necesitaría un heroísmo especial. Y hasta quizá intentáramos buscar otras soluciones o remedios o ver si se puede salvar esas vidas sin tener que perder yo la mía. Pero el caso de Jesús es distinto.

‘El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y se venga conmigo’, nos está diciendo Jesús. Es necesario el heroísmo del amor de cada día. Pero no podemos amar con un amor así si no estamos bien plantados en el Señor. ‘Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor… será como un árbol plantado al borde de la acequia; da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas. Cuanto emprende tiene buen fin’.

Tenemos que enraizar nuestra vida en esa fuente de vida. Tenemos que meter hondamente nuestras raíces, nuestra vida, en el Señor. Sin esa fuente de agua viva de la gracia seríamos incapaces de amar con un amor como el que el Señor nos pide.

Que este camino cuaresmal que estamos iniciando sea ese ahondar las raíces de nuestra vida profundamente en el Señor para que nos falten nunca los frutos del amor.

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