Eclesiástico, 24, 1-4.12-16;
Sal. 147;
Ef. 1, 3-6.15-18;
Jn. 1, 1-18
Hasta ahora hemos venido contemplando los hechos. Podíamos decir que de manera plástica hemos contemplado el misterio de la Navidad, el misterio del Nacimiento del Señor. Ha sido la descripción que nos ha ido haciendo el evangelio de san Lucas en cada una de las celebraciones. O ha sido también las representaciones que con nuestros belenes o nuestros nacimientos hemos tenido delante de nuestros ojos en nuestros templos o también en nuestras casas. Y ha sido, por supuesto, todo ese ambiente de alegría y de fiesta con el que hemos venido viviendo nuestras celebraciones.
Pero la contemplación auténtica va más allá de lo que nuestros ojos contemplan, nuestros oídos escuchan o con los sentimientos experimentamos. Hay algo más profundo que hacemos con nuestra reflexión y meditación amplia y profunda del misterio de la navidad y también cuando lo hacemos oración en nuestra vida. En ese sentido creo que en nuestras celebraciones litúrgicas lo hemos ido intentando. Y creo que es a lo que nos quiere ayudar la Palabra de Dios que en este domingo se nos ha proclamado.
Con san Pablo bendecimos a Dios que nos ha bendecido ‘en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales y celestiales’. Cristo es nuestra bendición, porque en Cristo nos llenamos de nueva luz y de nueva vida. El lo es todo para nosotros.
Y con san Pablo también damos gracias y oramos al Señor. Suplicamos para que podamos penetrar en toda la profundidad de su misterio que se nos revela en Cristo. ‘Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, nos dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo…’ La fe que tenemos es nuestra mayor riqueza y sabiduría. Somos el pueblo más sabio porque tenemos fe en Dios. Sabiduría no es sólo saber cosas, tener conocimientos, sino hacer que todo ese misterio que se nos revela se haga vida nuestra y entonces lo expresemos y manifestemos con nuestras palabras, nuestras actitudes, todo lo que es nuestra vida. Desde la fe podemos tener y podemos vivir todo ese sentido de Dios en nuestra vida y para nuestra vida.
Es el misterio de Dios escondido desde todos los siglos, la Palabra eterna de Dios que se nos revela, y que es nuestra luz y nuestra vida. Es lo que descubrimos en el misterio de la Navidad que estamos celebrando. Es la revelación de Dios que llega a nosotros al hacerse hombre y vivir entre nosotros.
Hemos visto muchas señales y signos en torno a la cueva de Belén. Una nueva vida que brota en un niño que hace, unos resplandores celestiales, unos ángeles que cantan la gloria de Dios, unos pastores que se acercan a ofrecerle sus dones. Son señales del misterio que se realiza en el nacimiento de Jesús, que tiene que ser nacimiento también en nosotros. Por eso ahora sentimos palpitar la vida de Dios en nuestro corazón. Ahora nos sentimos iluminados y transformados por su luz. Es de lo que nos ha hablado hoy el evangelio de San Juan.
Aceptemos esa vida y dejémonos iluminar por esa luz, para no permanecer en la tiniebla, para renacer a una vida nueva. ‘A cuantos le recibieron les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre’, nos decía el evangelio. Esa vida nueva que nace en nosotros y nos hace hijos de Dios.
El Misterio de la Encarnación se realizó por obra del Espíritu. Recordemos lo que le decía el ángel a María en la Anunciación. ‘El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra, por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios’. El nuevo nacimiento que se realiza en nosotros desde el misterio de la Navidad y de la Redención no es obra de ningún poder humano, sino obra de Dios; no es acción de ningún elemento humano sino acción del Espíritu de Dios. ‘Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios’, que nos explica hoy el evangelista.
Sólo nos basta creer. ‘Les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre’. Sólo desde la fe podemos entender ese nuevo nacimiento que se produce en nosotros. Sólo desde la fe entendemos esa vida que Dios nos regala para hacernos sus hijos. Recordemos cómo san Pablo bendecía a Dios ‘que desde antes de la creación del mundo nos eligió para que fuésemos santos e irreprochables en su presencia, por amor. Nos predestino a ser hijos adoptivos por Jesucristo, conforme a su agrado. Para alabanza de la gloria de su gracia que nos colmó en el Amado’. El nos llamó, nos eligió y nos predestino a ser hijos y santos.
Contemplamos, entonces, la gloria de Dios que planta su tienda entre nosotros, en nuestros corazones, en nuestra vida. ‘La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros’, nos decía el Evangelio. Y es que con Cristo nosotros hemos sido hecho hijos, llenos de gloria y de verdad.
¿No tenemos entonces que entonar una y otra vez nuestro cántico de bendición al Señor que con tantas bendiciones en Cristo nos ha bendecido? Y es que cuando contemplamos el misterio del nacimiento de Jesús, estamos contemplando y reviviendo en nosotros un nuevo nacimiento, el que nos hace a nosotros hijos de Dios. Bendito sea el Señor y que ilumine los ojos de nuestro corazón para entenderlo y para vivirlo.
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