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viernes, 21 de noviembre de 2025

No olvidemos que hemos de ser signos de la presencia de Dios en medio de nuestro mundo cuando somos verdaderos templos de Dios que habita en nosotros

 


No olvidemos que hemos de ser signos de la presencia de Dios en medio de nuestro mundo cuando somos verdaderos templos de Dios que habita en nosotros

1Macabeos 4,36-37,52-59; 1Cro 29; Lucas 19,45-48

Una de las cosas de las que nos solemos sentir más orgullosos en nuestros pueblos es de nuestra Iglesia, la parroquia mayor o la ermita del barrio donde vivamos, si somos de una ciudad grande haremos mención de nuestras iglesias mayores o de la catedral si la hubiera; es en muchas ocasiones el monumento más representativo y del que nos sentimos orgullosos y lo mostramos a todo el mundo; lo cuidamos, lo queremos tener a punto siempre y bellamente adornado. Desde unos sentimientos religiosos, desde unas tradiciones que hemos heredado, cada uno según sean sus sentimientos o manera de entender la vida la dará su importancia. Para los creyentes, los cristianos, lo consideramos como un lugar sagrado donde tenemos nuestras celebraciones de la fe y en torno a él tenemos incluso nuestras celebraciones festivas.

Es el orgullo que sentían los judíos por su templo de Jerusalén; recientemente hemos comentado lo orgullosos que se sentían por la belleza del templo de Jerusalén, la alegría que vivían cuando en la pascua venían en peregrinación hasta la ciudad santa, pero comentamos también el impacto de las palabras de Jesús cuando habla de que todo aquello, el templo y la ciudad sería destruida y no quedaría piedra sobre piedra. Un poco se les venía abajo lo que era casi el fundamento de su religiosidad, como había sucedido en la historia en cuantas ocasiones aquel templo había sido devastado. Allí tenía lugar el culto, se ofrecían los sacrificios, se reunían para orar y escuchar la Ley y los Profetas.

Hoy nos impacta la reacción que tiene Jesús cuando trata de desalojar del templo todo aquello que más que en un lugar de oración parecía que lo habían convertido en un mercado; en función de los sacrificios que allí se ofrecían estaban todos aquellos animales dispuestos para las ofrendas, pero también se había convertido en un lugar de cambio de las monedas con las que se podía hacer la ofrenda al templo. Jesús expulsa aquellos vendedores y cambistas porque habían convertido en un mercado y en una cueva de bandidos, como hoy nos dice, lo que tenía que ser una casa de oración. Un cierto modo de fervor sin embargo todo lo había desequilibrado y quedaba poco de aquel recinto espiritual que tenía que ser.

En el mismo relato en los otros evangelistas cuando luego le preguntan con qué autoridad está haciendo todo aquello, nos deja la sentencia de que se podía destruir todo aquel templo que El en tres días lo reconstruiría. Nos comentará el evangelista que los discípulos lo entendieron después de la resurrección, pues El se refería al templo de su cuerpo.

¿Cuál es el verdadero templo de Dios? No son las casas construidas con piedras el lugar preferido para habitar en medio de nosotros. Y no queremos quitar la sacralidad de nuestros templos y lo que nos pueden ayudar para cultivar nuestra piedad. Cristo es el verdadero templo de Dios, nos quiere hoy decir, pero nos está hablando cómo nosotros en virtud de nuestro bautismo hemos sido constituidos también en verdaderos templo de Dios. Dios mora en nuestro corazón, su Espíritu inhabita en nosotros, porque hemos sido ungidos en nuestro bautismo para convertirnos en esa morada de Dios y templos de su Espíritu.

Este pensamiento nos daría para largas y profundas reflexiones para considerar toda esa nueva grandeza y dignidad que hay en nosotros en virtud de nuestro bautismo. Nos decimos que nuestros templos han sido consagrados o bendecidos y por eso para nosotros se han convertidos en lugares sagrados, signos también de esa presencia de Dios en medio de nosotros. Pero no olvidemos que los verdaderos signos de esa presencia de Dios somos nosotros, con nuestra vida santa, con la dignidad adquirida desde nuestro bautismo.

Claro que esto nos daría para muchas preguntas sobre cómo nosotros sentimos y vivimos esa presencia de Dios en nosotros. Decimos que estamos en la presencia de Dios porque Dios todo lo abarca y se hace presente en todos los lugares, pero no podemos olvidamos que somos nosotros los que tenemos que ser esos signos de la presencia de Dios en medio del mundo, porque Dios se hace presente en nuestros corazones y en consecuencia nuestra vida tiene que ser distinta. ¿Cuidamos nuestra vida de igual manera que cuidamos el templo de nuestro pueblo? ¡Qué adornada de virtudes tendría que estar nuestra vida si vivimos en congruencia con esa presencia de Dios en nosotros! ¿Habrá que despertar algo de nuestra fe?

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