Que en verdad desde dentro de nosotros mismos podamos valernos con la mayor dignidad porque nos vemos liberados de todas las ataduras que nos esclavizan
Amós 7, 10-17; Salmo 18; Mateo 9, 1-8
¿Qué es lo que nos paraliza en la vida? Al pensar en ello nuestra mirada se vuelve espontánea hacia esa persona que un día tuvo un accidente y quedó traumatizada de tal forma que sus miembros perdieron movilidad y no puede valerse totalmente por si misma, o pensamos en las consecuencias de alguna enfermedad que paralizó sus miembros, que debilitó y traumatizó su vida que le creo invalidez y dependencia, o quizá en quien ya nación con esas deficiencias físicas y le impiden desarrollar lo que llamamos una vida normal.
Pensamos habitualmente en esas deficiencias físicas o corporales, pero ¿solo hemos de referirnos a eso? En nuestro lenguaje coloquial incluso decimos que nos quedamos paralizados cuando algo nos impresiona, algo sucedido de improviso, algo extraordinario en su manifestación, algo que nos impresiona y nos asusta; o nos vemos paralizados por nuestros miedos, y aquí entrarían miedos de todo tipo, desde aquello que tememos que nos pueda suceder, o desde las presiones que de una forma o de otra recibamos en la vida.
Pero no nos podemos quedar ahí; porque hay cosas que desde dentro nos paralizan, nos coaccionan, los quitan libertad y nos atan; está desde nuestro carácter o manera de ser, pero están también las costumbres adquiridas de las que no nos podemos liberar, o están nuestras pasiones que se nos descontrolan y no tenemos el suficiente dominio de nosotros mismos y la necesario fuerza de voluntad para tomar las riendas de nuestra vida, o está la desgana y atonía en la que tantas veces caemos y nos quita voluntad y buenos deseos, y nos vamos como arrastrando por la vida. Son muchas las parálisis que podemos encontrar dentro de nosotros mismos y no es ya solo lo que desde el exterior podamos recibir.
¿Tenemos que seguir atados a la camilla de nuestras parálisis? ¿Qué o quién nos podrá liberar de verdad? El evangelio de hoy nos ilumina; nos habla de un hombre paralítico que traen, porque él no se puede valer y en este caso hemos de valorar la buena voluntad de aquellos portadores de la camilla, y lo presentan delante de Jesús. En los otros evangelistas se nos hablará de la imposibilidad de entrar por el gentío, de la audacia de levantar las tejas del techo para bajarlo por allí, y eso nos puede dar pie en otros momentos para otras consideraciones.
Nos quedamos hoy con el hecho escueto; un paralítico que portan hasta Jesús para que lo cure. Lo que esperan es poder ver cómo aquel hombre se levanta de la camilla y comienza a valerse por sí mismo. Pero Jesus quiere decirnos algo más; valerse por sí mismo no es tener el dominio de sus miembros para caminar y hacer las cosas, hay algo más que nos puede paralizar, y de hecho nos está paralizando continuamente en la vida.
No todos lo comprenderán, y veremos luego los comentarios, pero lo que Jesús le dice es que sus pecados están perdonados. Ya puede levantarse aquel hombre de su postración. Pero aquí son todos los que están alrededor - ¿quizás también el paralítico que esperaba otra cosa? – los que se quedan paralizados y comienzan los comentarios, ‘este hombre blasfema’. Qué fácil nos es condenar aunque esté viendo el bien delante de nuestros ojos, porque es fácil el juicio y ya desde nuestros prejuicios tenemos la condena hecha.
¿Quién puede liberarnos de la peor esclavitud que podamos sufrir? No es que estemos buscando el poder de Dios para que nuestros miembros retornen a la movilidad, sino que tenemos que buscar el poder de Dios para que en verdad desde dentro de nosotros mismos podamos valernos con la mayor dignidad. Y para eso hay que quitar el mal, que es el que nos paraliza, nos ata, nos esclaviza. Es el perdón que Jesus viene a ofrecernos, es la verdadera salvación que va a transformar de verdad nuestro mundo.
Queremos hacer muchas cosas para hacer que nuestro mundo sea mejor, nos queremos buscar las mejores leyes y normas para lograr esa mejoría de la humanidad. No hay más ley que la del amor que nos transforma. Son nuestros corazones los que tienen que sentirse transformados; es de nuestros corazones de donde tenemos que arrancar toda malicia, es un color nuevo el que tenemos que darle a nuestras mutuas relaciones con las que lograremos un mundo de hermandad, un mundo de armonía y de paz.
Quitemos la aridez con la que estamos llenando el mundo; desterremos esas violencias y desconfianzas que nos estamos haciendo los unos a los otros; no permitamos de ninguna manera que la acritud se establezca poco menos que como norma de nuestra vida, entremos en el camino de una nueva humanidad donde prevalezca la comprensión y la misericordia, coloreemos nuestro mundo con el bello y rico colorido del amor.
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