No
solo es cuestión de saber quién es mi prójimo sino de ser yo capaz de
comportarme como prójimo
Jonás 1,1–2,1.11; Sal. Jon 2,3.4.5.8; Lucas
10,25-37
Todos nos hacemos preguntas; son
nuestros deseos innatos de saber, de aprender, de conocer; preguntas que buscan
caminos, preguntas que esperan una respuesta, preguntas que se hace uno a sí
mismo, preguntas en cuya respuesta queremos darle una profundidad o un sentido
a la vida, preguntas que son una petición de ayuda; preguntas llenas de
sinceridad en esos deseos de búsquedas, pero preguntas en ocasiones maliciosas,
envenenadas, porque buscan una respuesta a su gusto y su ritmo, porque quieren
dejar en evidencia a aquel a quien le hacen la pregunta, preguntas retóricas
que se quedan en el aire porque no esperan respuesta, o no queremos escuchar la
respuesta. De todo eso tenemos en la vida, de todo eso tenemos experiencias
porque nosotros mismos las hacemos, o porque somos interrogados por los que nos
rodean.
Un letrado se acerca a Jesús. ¿Busca
respuestas? ¿Quiere enreversar el asunto? La pregunta parece ser seria. ¿Qué
tiene que hacer para heredar la vida? ¿Busca recetas o busca cosas sabidas?
Porque Jesús le abre el camino. ‘¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en
ella?’ La respuesta tenía que darla el mismo porque para eso era maestro de
la ley. Y no le quedará más remedio que recitar aquello que todo judío sabía de
memoria y repetía varias veces al día.
‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo
tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza” y con toda tu mente. Y a tu
prójimo como a ti mismo’. Lo repetían al acostarse y al levantarse, al
sentarse a la mesa, al salir de casa o al entrar en casa. Y Jesús le dice que
ha respondido sensatamente, que haga eso y tendrá vida. ¿Querrá aún
justificarse en las preguntas que está haciendo? ‘Y, ¿quién es mi prójimo?’
Jesús nos dejará la parábola del buen
samaritano que todos conocemos bien y tantas veces hemos meditado. Pero, ¿nos
sucederá a nosotros lo mismo que por mucho saberlo a final terminamos por no
hacerlo? Sabemos bien quién es nuestro prójimo, no cabe duda. Pero ponemos
nuestros entredichos, nuestros paréntesis, nuestras distinciones porque nos
parece que no son lo mismo unos que otros; aceptamos como nuestro prójimo al
que nos cae bien, piensa como nosotros, es de los nuestros, pero pronto
comenzamos a hacernos reservas, porque no es de aquí, porque es otro el color
de su piel, porque su apariencia no nos es agradable o incluso quizás nos
repugna, porque un día me hizo o me dijo, me trató más o me despreció, porque
tuvimos nuestras diferencias y ya lo miramos de otra manera…
Por cuantos pasamos de largo, como
aquel sacerdote o aquel levita de la parábola que nos propone Jesús. Queremos
llegar temprano al templo, tenemos tantas cosas que hacer que ahora no me voy a
entretener, no llevo suelto en el bolsillo… cuantas cosas, cuantas disculpas
nos buscamos. No es fácil mirar como prójimo al otro, porque creamos tantas
distancias, inventamos tantas barreras, seguimos poniendo tantos escalones y
pedestales. Lo sabemos muy bien, pero no lo hacemos tan bien.
Cuando el escriba le respondía
textualmente diciendo lo que estaba en la ley de Moisés, Jesús le dijo ‘haz
esto, y tendrás vida’. Ahora tras la parábola en la que Jesús nos quiere
decir quien es nuestro prójimo y lo que no tenemos que hacer con él, le dirá
que vaya y haga lo mismo que aquel que se portó como prójimo del otro. No es cuestión
solo de saber quien es el prójimo y miramos hacia fuera, sino que tenemos que
mirarnos a nosotros mismos y portarnos como prójimo del que está a nuestro lado
sea quien sea.
‘Anda, haz tú lo mismo’.
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