Desde
el evangelio de Jesús algo nuevo tiene que comenzar a germinar en nuestro
corazón y llenos de la osadía del Espíritu romper los moldes de nuestras
rutinas
Isaías 56, 1. 6-7; Sal 66; Romanos 11,
13-15. 29-32; Mateo 15, 21-28
¡Qué
atrevido! ¡Una osadía! pensamos cuando vemos a alguien a arriesgarse a hacer
algo insólito, algo muy atrevido y quizás hasta peligroso por los riesgos que
corre, porque se sale de lo normal, de lo que se hace siempre, emprende algo
que parece que está llamado al fracaso pero insiste en seguir adelante a pesar
de todas las cosas que pueda tener en contra, trata de cambiar cosas que se han
encallecido en la vida con la rutina y el paso del tiempo. Al final terminaremos
alabando su intrepidez, felicitándolo incluso por su perseverancia, y por los
logros conseguidos.
Así, como de
entrada, me atrevo a calificar este pasaje del evangelio que hoy se nos ofrece
como el pasaje de los atrevidos que vienen a romper todos los moldes que nos
encorsetan. Empecemos por la mujer que nos aparece con un cierto protagonismo
en el relato, la mujer cananea. Jesús anda por la región de Tiro y Sidón, muy
al norte y en las afueras de Palestina, que era una región pagana y gentil. No
era una región muy transitada por los judíos, que habitualmente no querían
mezclarse con los gentiles. No nos dice que Jesús fuera a predicar allí,
formaba parte de alguna manera de aquellos momentos en los que Jesús quiere
estás más a solas con sus discípulos más cercanos, en especial aquellos a los
que escogería para apóstoles.
Esta mujer
cananea tiene una hija enferma, poseída por un espíritu malo como era habitual
considerarlo. Y cuando conoce la presencia de Jesús acude a Jesús gritando tras
de él para pedirle que cure a su hija. Ahí, por así decirlo, comienzan los
atrevimientos. Si ella era pagana, ¿cómo es que acude a un judío, de religión
distinta, para implorar que su Dios sane y libere a su hija enferma? Pero ella
insiste gritando tras Jesús aunque parezca que no es escuchada. ‘Ten compasión de mí, Señor Hijo de David. Mi hija
tiene un demonio muy malo’.
Pero allí
están como siempre aquellos discípulos muy fervorosos y celosos – cuanto se
pueden parecer a algunos sectores muy enfervorizados y llenos de fanatismos que
fácilmente encontramos siempre en la sociedad – que quieren quitar de en medio
aquella mujer que sienten que les está molestando con sus gritos.
‘Atiéndela, que viene detrás gritando’, como quien dice, bueno, dile algo
para que se calle y no vuelva a molestar, pero no porque consideraran que
aquella mujer merecía ser atendida, en fin de cuentas era una pagana.
Y podíamos
decir que Jesús recoger el guante de solución que le están ofreciendo sus discípulos.
Pero Jesús quiere llegar a algo más, porque se pone a hablar, a dialogar con
aquella mujer. Ya sabemos la poca consideración en que eran tenidas las mujeres
en aquella sociedad, pero además había como unos abismos, unas diferencias muy
grandes, como ya se hacía constar en la actuación de los discípulos en relación
a aquella mujer. No era habitual el detenerse a hablar y menos con una mujer
pagana.
Y surge ese
diálogo maravilloso aunque algunas veces nos pudiera parecer duro porque parte
de alguna manera de lo que era el actuar de los judíos en su relación con los
paganos, pero se está poniendo a prueba el valor y la fe de aquella mujer. No
importan las palabras duras porque ella en su atrevimiento de amor de madre
reconoce también que no es digna, pero por encima de todo confía en la
misericordia. ‘Aunque sean solo unos migajas yo quiero probar de ese pan de la
misericordia’, parece decir la mujer. Es lo que va a merecer la alabanza de
Jesús y el regalo no ya de unas migajas sino de todo el pan de la misericordia
de Dios. ‘Mujer, qué grande es tu fe:
que se cumpla lo que deseas’.
El atrevimiento de un amor de madre, el
atrevimiento y la riqueza de la misericordia de Dios a la que no podemos poner
límites ni moldes. Todos cavemos en el corazón de Dios, todos en El tenemos
nuestro lugar. No puede haber distinciones, limites ni separaciones. ‘Porque
mi salvación está por llegar y mi justicia se va a manifestar’, que decía
el profeta, ‘a todos los traeré a mi monte santo, los llenaré de júbilo en
mi casa de oración… así la llamarán todos los pueblos’.
El Papa Francisco nos ha estado
repitiendo en las Jornada Mundiales de la Juventud hace unos días que todos
tienen su cabida en la Iglesia. Y recordamos cómo en su discurso nos repetía
una y otra vez, todos, todos. Tenemos que hacer que en verdad eso sea una
realidad, porque seguimos teniendo la tentación en nuestro corazón de poner
limitaciones, de aceptar a unos sí y a otros no. Jesús se mezcló con toda clase
de personas y de pecadores, aunque hubiera muchos en su entorno y en su tiempo
que no lo entendieran. Y algunas veces a pesar de las palabras bonitas que
podamos pronunciar da la impresión que nosotros, que la Iglesia incluso, no
terminamos de entenderlo, no terminamos de llevarlo al día a día de la
práctica.
Se atreve Jesús a romper moldes, nos
está ofreciendo Jesús el que nosotros también seamos atrevidos y vayamos más
allá de lo que siempre hacemos, de esas barreras que en nuestros prejuicios y
rutinas, en nuestros miedos y en nuestras cobardías seguimos teniendo en
nuestra vida en nuestras relaciones con los demás, en lo que vivimos en el día
a día. Desde el evangelio de Jesús algo nuevo tiene que comenzar a germinar en
nuestro corazón.
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