Cuando
tengamos la humildad de ser sinceros en nuestra debilidad buscaremos salvación,
buscaremos a Dios y podremos sentirnos llenos de Dios
Sofonías 3,1-2.9-13; Sal 33; Mateo 21,28-32
El arrogante
que se cree autosuficiente nunca será capaz de pedir ayuda, el que se siente
lleno y satisfecho no querrá probar otros sabores sino que en su glotonería se
quedará con aquella que primero apetece, el que se cree sabio y entendido en
todo y para todo cree tener una respuesta o una solución, no creerá que sea
posible que haya algo distinto a lo que es su sabiduría y rechazará todo lo que
se le presente. Son las vanidades de la vida en que nos creemos que nos valemos
solo por nosotros mismos y nunca nos abriremos entonces a algo nuevo y
distinto. Nos creemos perfectos y no tendré la humildad de que pueda haber algún
error en mi vida, ni necesitaré pedir perdón, ni necesitaré corregir, ni
buscará una salvación. Somos muchos los que andamos por la vida tan llenos de
autosuficiencias que luego se traducirán en muchas incongruencias en la manera
de actuar.
Hoy nos dice
el evangelista que Jesús les propone una parábola a los sumos sacerdotes y a
los ancianos del pueblo. Les habla de los dos hijos a los que el padre quiere
enviar a trabajar a su viña. Uno, que nos parece rebelde, dice rotundamente al
padre que no irá; el otro muy obsequioso según abre la boca su padre ya se está
ofreciendo y diciendo que sí irá; pero sucede lo contrario, quien se ofreció
obsequioso para corresponder pronto a su padre, pronto lo olvidará y se marchará
por otras cosas desentendiéndose de lo que le ha pedido el padre. Mientras que
quien se había negado a ir, arrepentido pronto accederá a la petición del padre
siendo el único que fue a la viña a trabajar.
Cuántas veces
vamos de obsequiosos por la vida. no queremos llevarle la contra a nadie, para
que todos vean que somos buenos, pero lo somos de palabra, porque en el fondo
no estamos dispuestos a hacer aquello que se nos ha pedido; queremos quedar
bien con la incongruencia de que luego nada hacemos; queremos quedar bien y
decimos que estamos de acuerdo mientras en nuestro interior quizás estamos
pensando en algo bien distinto; a todo bajamos la cabeza para decir sí y vean
lo buenos que somos pero nuestros corazones están llenos de otras sombras.
Aquel que fue
sincero, porque quizá en aquel momento no tenía ganas de hacer lo que le pedía
su padre y había dicho no, luego recapacitó y volvió a la senda del buen camino
haciendo lo que realmente le pedía su padre. Tuvo la osadía de negarse, pero
tuvo luego la valentía de arrepentirse; quizás fue mal mirado por aquella
primera rebeldía de querer hacer la vida a su manera, luego quizás nos costará
reconocer la valentía de su arrepentimiento y siempre le estaremos cargando con
el sambenito de su pecado. Porque hasta ahí llegan nuestros orgullos, nuestras
autosuficiencias, nuestras incongruencias, pero no reconocer que es posible un
cambio y un arrepentimiento para comenzar una vida nueva.
Qué necesaria
es la humildad de reconocer como somos, con nuestras deficiencias, con nuestras
debilidades y tropiezos, con las sombras que tantas veces nos han acompañado en
la vida. Aunque ahora estamos intentando hacer las cosas bien, sin embargo nos
cuesta reconocer que un día cometimos errores, nos parece que nos vamos a sentir
humillados, cuando en verdad sería todo lo contrario, porque la grandeza no
está en que nos sintamos siempre perfectos, sino en reconocer que no lo somos,
que hemos tropezado y que somos capaces de levantarnos. Cuantos velos queremos
poner en tantas ocasiones en nuestra vida que tapen esos sombras que un día
hubo en nosotros.
Será así
cuando en verdad busquemos la salvación; será así cuando busquemos la verdadera
sabiduría; será así cuando en verdad busquemos a Dios y terminaremos sintiéndonos
llenos de Dios.
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