No
son calzadas para el paso fácil y cómodo de quienes tengan que atravesar el
desierto o vayan allá por curiosidad, sino un camino que abrir en el corazón
Isaías 54,1-10; Sal 29; Lucas 7,24-30
¿Qué es lo que nos llama la atención y
nos hace detenernos en nuestro camino para contemplarlo? La respuesta puede ser
muy variada y muy personal; cada uno tenemos ese punto de atracción, eso que
nos puede llamar la atención como para que nos detengamos en nuestro camino
para contemplarlo; no siempre son cosas, aunque la naturaleza si estuviéramos
más atentos a ella nos ofrece mucho que contemplar, que descubrir y ante lo que
admirarnos. ¿Quién no se ha detenido alguna vez en la carretera para contemplar
una bella puesta de sol, o un bello amanecer? Aunque vamos tan a la carrera por
la vida no sé a qué dándole más importancia, que no solemos detenernos ante una
cosa tan sencilla y tan maravillosa a la vez.
No son cosas, decíamos, no son
acontecimientos, pero puede ser una persona, unas actitudes muy especiales ante
determinados acontecimiento, una forma de ser o de vestir, unos planteamientos
que con su testimonio pudieran ser para nosotros unos interrogantes. ¿Qué nos
llama la atención hasta el punto de detenernos en el camino? Seguimos preguntándonos.
Es lo que Jesús está hoy planteándonos
en el evangelio. Habían venido los discípulos del Bautista a buscar señales de
si era en verdad el Mesías, como Juan había anunciado. Tras su marcha con lo
que han descubierto en Jesús, tras lo que han convivido con El, con el mensaje
que han de llevar a Juan, el evangelista nos presenta la figura del Bautista en
lo que Jesús decía de él.
Comienza Jesús preguntando ¿qué es lo
que han ido a buscar en el desierto, qué es lo que han contemplado? No se habrán
ido allá solamente por ver unas cañas que se mueven al son y al ritmo del
viento del desierto. Lo que sí les había llamado la atención en el desierto era
la figura de Juan. Era su presentación un tanto extraña con aquellas vestiduras
de pieles de animales, con aquella austeridad incluso en su comida que solo se
alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Pero es que a la figura así
descrita se añaden las palabras de Juan.
Es la voz que grita en el desierto
preparando los caminos del Señor. Una voz que resuena y que no todos escuchan de
la misma manera incluso en aquellos que han tenido el atrevimiento o la
valentía de llegar hasta el desierto. Ya no era camino fácil el acceder a
aquellos lugares donde no habría caminos. Pero allí estaba una voz que quería
abrir caminos. No son calzadas para el paso fácil y cómodo de los que tengan
que atravesarlo o vayan allá por simple curiosidad – no es la comodidad de un
turista que en un autobús con aire acondicionado lo atraviesa por curiosidad -,
sino que es un camino que hay que abrir en el corazón.
Y es eso lo que resuena fuerte y que no
todos escucharán de la misma manera. Como hemos reflexionado en más de una
ocasión solo aquellos que son capaces de mirar con sinceridad su vida
reconociendo la verdad de su propia realidad, tendrán la valentía de querer
empezar a abrir caminos. Quienes se encierran en si mismos, en sus logros o sus
orgullos, en su autosuficiencia y en la vanidad de ponerse por encima de esas
cosas y solo querer mirar de lejos, serán lo que en verdad se llenarán de
oscuridades y no sabrán ni se imaginarán como podrán empezar a hacer nuevos
caminos.
Nos habla de los publicanos y de los
pecadores que escuchan la invitación a la conversión y se bañarán en las aguas
del Jordán, pero los habla de lo que desde la distancia, desde esas distancias
que bien saben poner por medio, los fariseos y los maestros de la ley
rechazarán las palabras de Juan, ‘frustrando el proyecto de Dios para ellos.
¿Dónde nos colocamos nosotros? ¿En la
sinceridad de quien quiere intentar comenzar a abrir caminos, o la postura del
que se encierra en las negruras de su orgullo que tan confundidos están que se
creen poseedores de la luz?
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