Necesitamos cultivarnos por dentro para no quedarnos en
vanidades porque será lo que nos hará fuertes, lo que va a dar auténtico
sentido y valor a cuanto hacemos
2Reyes 2, 1. 6-14; Sal 30; Mateo 6, 1-6.
16-18
A quién le amarga un dulce, solemos
decir cuando queremos camuflar el orgullo que sentimos dentro de nosotros ante
una alabanza por algo que hayamos hecho, un reconocimiento ya sea en forma de
plaquita o de los oropeles de las medallas que quieren colgar sobre nuestros
cuellos. Es cierto que en la vida tenemos que aprender a reconocer lo bueno que
hacen los demás, y que todos sentimos dentro de nosotros el prurito
satisfactorio de una alabanza o de un reconocimiento.
De cosas sencillas y pequeñas, muy
elementales nacidas de la gratitud que hemos de tener hacia aquellos que hacen
el bien, nacen luego las vanidades que se transforman en vanagloria y hasta
desearíamos que nuestro nombre se perpetuara hasta la eternidad, porque así
complacemos nuestra vanidad, alimentamos el orgullo y el amor propio y terminamos
no solo queriendo elevarnos por encima de los demás sino que hasta seremos
exigentes con aquellos que no nos muestran esos reconocimientos.
No vamos a seguir tirando del hilo de
las vanidades porque esa hoguera de las vanidades consume muchos corazones o
nos llena de muchas ambiciones que pueden terminar convirtiéndose en auténticas
batallas que pueden destruir lo más hermoso que podemos llevar en nuestro
corazón. Nadie es ajeno a esta tentación de la vanidad, a todos nos puede
aflorar en el momento en que menos lo pensemos ese brillo en nuestros ojos
emocionados por los reconocimientos. Demasiados oropeles de vanidad envuelven
nuestra vida.
De esto nos quiere prevenir hoy Jesús
en el evangelio. En el llamado sermón del monte Jesús nos va desgranando diversas
situaciones de la vida donde hemos de saber mantener una vigilancia para que se
mantenga la pureza de intención en aquello bueno que hacemos y no lleguemos a
empañarla con esos brillos de oropeles. Nos señala Jesús diversos momentos o
situaciones de nuestra vida, y sobre todo en relación a todo lo que fuera
nuestra vida religiosa para que alejemos de ella toda vanidad.
Nos habla Jesús de la limosna, de la
oración, del ayuno y de la penitencia que podamos hacer en distintos momentos
de la vida. Ya de entrada Jesús nos deja la sentencia, el principio: ‘Cuidad de no practicar vuestra justicia
delante de los hombres para ser vistos por ellos’. Practicar la justicia, hacer el bien con
humildad y con la sinceridad de nuestra vida. No por el aplauso y reconocimiento,
sino por aquello que con sinceridad queremos hacer desde lo más hondo de
nosotros mismos.
Claro que
Jesús aquí nos está queriendo contraponer actitudes y posturas de mucha gente
de su tiempo, que no pueden ser la pauta de los que nos llamamos sus
seguidores, sus discípulos vayamos a hacer en nuestra vida. Son las actitudes
de los fariseos que veremos en otros momentos del evangelio denunciar con
vehemencia y fuerza por parte de Jesús; es de lo que ahora nos quiere prevenir
para que haya esa sinceridad y rectitud en nuestra vida, porque lo que en
verdad busquemos siempre sea la gloria de Dios.
‘Tú, en
cambio, cuando hagas limosna, nos dice Jesús, que no sepa tu mano izquierda lo
que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto y tu Padre, que ve en lo
secreto, te recompensará’. No son las recompensas humanas, no son los reconocimientos
de los hombres lo que tiene que movernos. Y nos habla de la limosna, pero nos
hablará de la oración que haremos en lo escondido de nuestra habitación, porque
es allí en nuestro interior más profundo donde vamos a sentir a Dios, donde vamos
a encontrarnos con Dios, dónde y cómo vamos a presentarle nuestras peticiones. ‘Ora
a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo
recompensará’. Y en el mismo sentido nos va a hablar del ayuno. ‘Cuando
ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note tu
Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te
recompensará’.
Nos habla
Jesús de estas tres situaciones concretas, porque eran hechos que estaban bien
palpables en tantos en aquel momento. ¿Hoy qué nos diría el Señor? ¿Qué
situaciones concretas de nuestra vida nos estaría señalando? ¿Esa vanidad no
irá pareja en la vida con la superficialidad con que vivimos las cosas?
Vanidad, superficialidad que nos lleva muchas veces de la rutina y a la
vaciedad con que vivimos y hacemos las cosas; y nos fijamos en las apariencias
que queremos mantener para que nos tengan en consideración o para que no baje
nuestra autoestima; costumbrismo vacío, porque siempre las cosas se han hecho así,
y no intentamos ni profundizar ni mejorar y acaso nos contentamos de realizar
formalmente, ritualmente las cosas sin darles mayor sentido.
Nos falta
muchas veces a los cristianos una auténtica espiritualidad que nos dé
profundidad a lo que vivimos; damos la impresión tantas veces de que estamos
tan vacíos; sería lo que nos haría creíbles ante el mundo que nos rodea, aunque
también hay el peligro o la tentación de que nos rechacen porque les molesta la
profundidad que le queremos dar a las cosas que hacemos. Necesitamos
cultivarnos por dentro porque será lo que nos hará fuertes, lo que va a dar
auténtico sentido y valor a cuanto hacemos.
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