Dame
tu fuerza, Señor, para que pueda amar al prójimo con tu amor, dame tu luz para
mirarlo con tu mirada, préstame tu corazón para ser capaz de ponerlo en el mío
como un hermano
1Reyes 21, 17-29; Sal 50; Mateo 5, 43-48
Aunque
habitualmente cuando escuchaban hablar a Jesús la gente sentía como les ardía
de nuevo el corazón porque se despertaban muchas esperanzas en el mundo nuevo
que les anunciaba Jesús, también es cierto que en ocasiones salían perplejos y
confundidos porque de alguna manera les parecía muy sublime lo que Jesús les
anunciaba y les podía parecer una utopía irrealizable su mensaje. En más de una
ocasión salían diciendo que era dura aquella doctrina, algunos incluso no
querían escucharle más.
Siempre
recuerdo las palabras proféticas del anciano Simeón que hablaba de un signo de
contradicción y que aquel niño iba a significar que se decantasen clara y
valientemente ante su figura y su mensaje. Esa perplejidad se les producía
cuando Jesús les hablaba de aquel estilo nuevo de amar que habían de tener lo
que le siguieran y quisieran llamarse sus discípulos. Porque bueno, eso de amar
está bien, y ya amamos a los que están cercanos a nosotros, ya amamos a la
familia, a los que son nuestros amigos o a aquellos que han hecho algo en algún
momento por nosotros. Pero ¿amar también a los enemigos? Si ya nos cuesta amar
a los amigos, porque siempre estamos tentados a mirar primero las sombras que
lo que podría ser objeto de amor en ellos, ¿Cómo vamos a amar a los que nos
hayan hecho mal, nos hayan hecho daño?
La
perplejidad no fue solo de los que entonces le escuchaban en aquel sermón del
monte, porque esa perplejidad la seguimos teniendo hoy los que vivimos en el
siglo XXI. Pero ahí está precisamente la sublimidad de lo que es el amor
verdadero, el amor en el sentido de Cristo. Porque no son puros sentimientos de
afecto lo que se nos pide, que pueda surgir fácil de nosotros cuando de alguna
manera queremos corresponder a algo bueno que nos han hecho. No son simples
palabras que nos sirvan de base para una bonita poesía o para ponerle música en
una hermosa canción. No son emociones momentáneas que pueden aparecer en un
momento determinado pero que luego pronto se borran como se secan las lágrimas
de nuestros ojos.
Y es que lo
sublime que Jesús nos está proponiendo es un amor como el suyo, un amor como el
que Dios nos tiene. Nos dirá que amemos al prójimo, que nos amemos los unos a
los otros como El nos ha amado. Es que tenemos que comenzar por poner a ese que
tiene que ser objeto de nuestro amor como prójimo nuestro. No lo miramos en la
lejanía, a la distancia, lo ponemos a nuestro lado, lo hacemos nuestro prójimo,
y al final nos terminará diciendo que lo miremos como un hermano.
No es
cualquier cosa. Es una nueva mirada. Es un nuevo lugar que ha de ocupar en nuestra
vida, porque tenemos que ponerlo cerca de nuestro corazón para que sea nuestro prójimo.
Entonces ha de surgir una nueva comunión de amor; entonces sabremos hacer como
lo hizo El desde la cruz amar disculpando, perdonar porque está amando a quien
disculpa incluso de aquello que haya hecho mal.
Claro que
esto no se puede hacer de cualquier manera, ni lo puede hacer cualquiera; lo
podemos hacer quienes sabemos llenarnos de Dios, quienes sabemos dejarnos
conducir por su Espíritu, quienes ponemos a Dios en el iris de nuestros ojos
para tener una mirada nueva, una mirada luminosa, una mirada de amor. Hoy nos
dirá que recemos por aquellos que nos han hecho mal. ¿Qué significa rezar así?
No es recitar una fórmula, no es una buena voluntad de decir mira Señor a aquel
que me hizo mal para que cambien sus actitudes o sus posturas, es decirle al
Señor dame tu fuerza para que pueda amarlo con tu amor, dame tu luz para que
pueda mirarlo con tu mirada, préstame tu corazón para que yo sea capaz de
ponerlo en el mío.
Es un amor
nuevo, es un amor más sublime, es un amor divino con el que comenzaremos a amar
desde lo más hondo del corazón.
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