No
hay ley de Dios que sea verdaderamente divina y pretenda atentar contra la vida
o la dignidad del hombre y la mujer
1Samuel 16, 1-13; Sal 88; Marcos 2, 23-28
En un diálogo que sostenía con una
persona no hace mucho y en el que salió el tema de la religión, al preguntarle
por su fe me respondió con lo siguiente: ‘La verdad que creó en Dios… pero
no con la personas…’ Una respuesta que me resultó en cierto modo ambigua.
Pudiera tener diversas interpretaciones, aunque luego me aclaró que él era musulmán
pero su fe no pasaba por Mahoma, sin embargo es una frase que puede reflejar
algunas actitudes que podemos encontrar en algunos que se dicen creyentes.
Creyentes, dicen, para creer en Dios, pero no quieren creer en las personas.
¿Será esto posible? Posible es en el
sentido de la desconfianza que fácilmente nos tenemos los unos de los otros;
quizás por experiencias frustrantes tenidas en la vida, ya no se quiere confiar
en nadie, desconfiamos del que está a nuestro lado y quizá nos decimos que
creemos en Dios porque lo situamos de alguna manera en tales alturas lejos de
nosotros que de alguna manera aunque nos llamemos creyentes, tampoco es grande
la relación que podamos tener con Dios.
Pero también una actitud así nos puede
reflejar las distancias que ponemos entre la fe que decimos que tenemos en Dios
y lo que es nuestra relación con los demás. Nos refugiamos quizás en nuestros
actos religiosos, pero prescindimos del prójimo que tenemos a nuestro lado. Son
cosas que hemos visto demasiadas veces, pero son cosas que de alguna manera nos
pueden suceder a nosotros también. Cuántas veces nos podemos ocultar tras
nuestros actos piadosos para desentendernos de los demás. Cuántos rodeos
podemos dar en la vida como aquel sacerdote y levita de la parábola del
evangelio para no querer ver al que nos vamos a encontrar quizás a la entrada
de nuestro templo.
Desde nuestra fe auténtica en Jesús, lo
que llamamos nuestra fe cristiana, eso en verdad sería un contrasentido. No
podemos encontrar una fe verdadera en Dios en la que no contemos con el hombre,
en la que prescindamos de nuestra relación con nuestros semejantes. Nunca
nuestra fe en Dios puede menoscabar la dignidad de la persona, ni puede mermar
de ninguna forma el bien que tenemos que hacer al otro; es más, por esa fe que
tenemos en Dios más tenemos que creer en la persona, más tenemos que cuidar y respetar
al que está a nuestro lado, más tenemos en todo momento que hacer el bien al prójimo
y amarlo. No hay ley de Dios que sea verdaderamente divina y pretenda atentar
contra la vida o la dignidad del hombre y la mujer.
El Papa Francisco nos ha recordado no
hace mucho unas palabras y enseñanzas de la santa que hoy estamos celebrando,
santa Margarita de Hungría. Nos decía así: ‘Los creyentes nos vemos
desafiados a volver a nuestras fuentes para concentrarnos en lo esencial: la
adoración a Dios y el amor al prójimo, de manera que algunos aspectos de
nuestras doctrinas, fuera de su contexto, no terminen alimentando formas de
desprecio, odio, xenofobia, negación del otro’ (FT 282).
Me estoy haciendo esta reflexión a
partir del texto que se nos ofrece hoy en el evangelio. Porque los discípulos
al pasar por un sembrado van recogiendo algunas espigas para echarse a la boca
unos granos de trigo que quizás aliviaran la fatiga del camino, como era
sábado, por allá andan los fariseos echando en cara que los discípulos de Jesús
están incumpliendo la ley del descanso sabático. ¿Está la ley por encima del
hombre o la ley debería en todo momento salvaguardar la dignidad y el bien de
la persona?
Es por lo que les dice Jesús que ‘el
sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado; así que el Hijo
del hombre es señor también del sábado’. Creemos en Dios con toda nuestra
fuerza, pero eso nos llevará siempre a creer también en el hombre, en la
persona, en su dignidad.
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