Las
lágrimas de Jesús ante la ciudad santa, prueba y manifestación de su amor, nos
abren a la esperanza de una renovación de la vida que se verá transformada por
la gracia
1Macabeos 2, 15-29; Sal 49; Lucas 19, 41-44
No pretendo
hacer comparaciones ni paralelismos para sacar conclusiones en el mismo sentido
porque realmente tenemos tendencias a los catastrofismos y podemos tener el
peligro de ver en los aconteceres de la naturaleza unos castigos de Dios que no
tendríamos que ver desde ese sentido.
Estos días
hemos contemplado, sobre todo en nuestras islas, aunque el acontecimiento las
ha sobrepasado, los efectos del volcán de la Cumbre Vieja en la cercana isla de
La Palma. Para mi personalmente me ha sido doloroso contemplar en el vuelo de
los drones que nos están trayendo puntual información la destrucción de
aquellas poblaciones y de aquellos lugares; trataba de descubrir lugares,
conocidos aunque han pasado ya más de cincuenta años, porque aquellos lugares
fueron donde estrené mi sacerdocio; muchos recuerdos lejanos en el tiempo pero
que ahora se reviven han aflorado dentro de mi por ser ese lugar tan ligado a
mi en mis primeros años como sacerdote. Dolor siento en mi corazón al ver todo
destruido, lugares donde habité y que recorrí mil veces ejerciendo mi recién
estrenado ministerio.
No he podido
menos que evocarlo al escuchar lo que nos dice hoy el evangelio. Aunque la visión
en cierto modo es distinta – mi visión es recordando el pasado viendo la
situación actual - y no podemos sacar las mismas conclusiones es en cierto modo
el dolor de Jesús al contemplar la ciudad santa de Jerusalén desde la altura
del monte de Los Olivos; quienes en alguna ocasión hemos bajado también por ese
monte enfrente de la ciudad de Jerusalén reconocemos la belleza de lo que desde
allí se ve hoy, pero de lo que lo contemplarían los ojos de Jesús igual que sus
contemporáneos con el templo de Jerusalén en un primer plano de la ciudad.
La visión de
Jesús es de futuro porque El viene a anunciar la destrucción de esa hermosa
ciudad; es el dolor como buen judío amante de su ciudad y de su templo que
vislumbra el horror y destrucción a que se vería sometida la ciudad donde no
quedaría piedra sobre piedra.
Se queja
Jesús de Jerusalén a la que tanto amaba pero donde sería rechazado y le conduciría
a la muerte. Se quebraría la ciudad bajo la destrucción un día, pero la que
ahora se resquebrajaba es la vida. Sería la gran muestra, la última muestra de
su amor y de su entrega. Era el camino que había emprendido en su subida a
Jerusalén desde la lejana Galilea y para lo que había venido preparando a sus discípulos.
Las lágrimas de Jesús contemplando ahora la ciudad santa lamentándose por todo
lo que había de sucederle era una muestra que podíamos llamar de su amor pero
que era el anuncio, un anuncio más, del sufrimiento de su pasión.
Al pie de
aquel monte desde el que ahora contemplara la ciudad se iniciará en Getsemaní,
en el Huerto de los Olivos su pasión con el prendimiento. Son los caminos de su
subida a Jerusalén donde ya no es solamente la maldad de aquellos que entonces
le rechazaron por los que se entrega, sino que se está entregando para derramar
su sangre para ser la redención y la salvación de todos los hombres. Las
lágrimas de Jesús no se quedan en la ciudad que tiene ante sus ojos sino que
serán la entrega de amor que por todos nosotros está haciendo.
Aquella
destrucción como aquella muerte forma parte del camino de pascua que para
nosotros será salvación. La ruina del hombre por el pecado y la muerte tiene
que ser parte del camino de la vida. Es el camino de la Pascua que termina en
el triunfo de la vida en la resurrección. Aquella mirada compasiva con una última
llamada que está haciendo a su ciudad no está enseñando a nosotros a mirar con
ojos nuevos y distintos cuanto nos rodea para que todo sea como un principio de
transformación. Una ciudad nueva se levantará sobre la ciudad destruida - la nueva Jerusalén -, como
un hombre nuevo ha de surgir por la gracia de ese hombre viejo de pecado que
somos nosotros.
Unas lágrimas
las de Jesús que nos invitan, sí, al arrepentimiento, pero que nos abren a la
esperanza de una nueva vida. Es la fe que tenemos en Jesús que todo lo
transforma para hacernos renacer desde las cenizas del pecado y de la muerte a
una nueva vida. Pero también tienen que despertar una esperanza en nuestros
corazones cuando vemos unas cenizas que todo lo cubren y lo destruyen, pero
sabemos que con la fuerza que tenemos en nuestro interior y que nos viene de
Dios todo lo podremos rehacer; unas lágrimas que pueden enturbiar nuestros
ojos, pero unas lágrimas que tienen que lavarlos y limpiarlos para poder ver
con la claridad de la esperanza lo nuevo que podemos hacer resurgir.
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