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jueves, 18 de noviembre de 2021

Las lágrimas de Jesús ante la ciudad santa, prueba y manifestación de su amor, nos abren a la esperanza de una renovación de la vida que se verá transformada por la gracia

 


Las lágrimas de Jesús ante la ciudad santa, prueba y manifestación de su amor, nos abren a la esperanza de una renovación de la vida que se verá transformada por la gracia

1Macabeos 2, 15-29; Sal 49; Lucas 19, 41-44

No pretendo hacer comparaciones ni paralelismos para sacar conclusiones en el mismo sentido porque realmente tenemos tendencias a los catastrofismos y podemos tener el peligro de ver en los aconteceres de la naturaleza unos castigos de Dios que no tendríamos que ver desde ese sentido.

Estos días hemos contemplado, sobre todo en nuestras islas, aunque el acontecimiento las ha sobrepasado, los efectos del volcán de la Cumbre Vieja en la cercana isla de La Palma. Para mi personalmente me ha sido doloroso contemplar en el vuelo de los drones que nos están trayendo puntual información la destrucción de aquellas poblaciones y de aquellos lugares; trataba de descubrir lugares, conocidos aunque han pasado ya más de cincuenta años, porque aquellos lugares fueron donde estrené mi sacerdocio; muchos recuerdos lejanos en el tiempo pero que ahora se reviven han aflorado dentro de mi por ser ese lugar tan ligado a mi en mis primeros años como sacerdote. Dolor siento en mi corazón al ver todo destruido, lugares donde habité y que recorrí mil veces ejerciendo mi recién estrenado ministerio.

No he podido menos que evocarlo al escuchar lo que nos dice hoy el evangelio. Aunque la visión en cierto modo es distinta – mi visión es recordando el pasado viendo la situación actual - y no podemos sacar las mismas conclusiones es en cierto modo el dolor de Jesús al contemplar la ciudad santa de Jerusalén desde la altura del monte de Los Olivos; quienes en alguna ocasión hemos bajado también por ese monte enfrente de la ciudad de Jerusalén reconocemos la belleza de lo que desde allí se ve hoy, pero de lo que lo contemplarían los ojos de Jesús igual que sus contemporáneos con el templo de Jerusalén en un primer plano de la ciudad.

La visión de Jesús es de futuro porque El viene a anunciar la destrucción de esa hermosa ciudad; es el dolor como buen judío amante de su ciudad y de su templo que vislumbra el horror y destrucción a que se vería sometida la ciudad donde no quedaría piedra sobre piedra.

Se queja Jesús de Jerusalén a la que tanto amaba pero donde sería rechazado y le conduciría a la muerte. Se quebraría la ciudad bajo la destrucción un día, pero la que ahora se resquebrajaba es la vida. Sería la gran muestra, la última muestra de su amor y de su entrega. Era el camino que había emprendido en su subida a Jerusalén desde la lejana Galilea y para lo que había venido preparando a sus discípulos. Las lágrimas de Jesús contemplando ahora la ciudad santa lamentándose por todo lo que había de sucederle era una muestra que podíamos llamar de su amor pero que era el anuncio, un anuncio más, del sufrimiento de su pasión.

Al pie de aquel monte desde el que ahora contemplara la ciudad se iniciará en Getsemaní, en el Huerto de los Olivos su pasión con el prendimiento. Son los caminos de su subida a Jerusalén donde ya no es solamente la maldad de aquellos que entonces le rechazaron por los que se entrega, sino que se está entregando para derramar su sangre para ser la redención y la salvación de todos los hombres. Las lágrimas de Jesús no se quedan en la ciudad que tiene ante sus ojos sino que serán la entrega de amor que por todos nosotros está haciendo.

Aquella destrucción como aquella muerte forma parte del camino de pascua que para nosotros será salvación. La ruina del hombre por el pecado y la muerte tiene que ser parte del camino de la vida. Es el camino de la Pascua que termina en el triunfo de la vida en la resurrección. Aquella mirada compasiva con una última llamada que está haciendo a su ciudad no está enseñando a nosotros a mirar con ojos nuevos y distintos cuanto nos rodea para que todo sea como un principio de transformación. Una ciudad nueva se levantará sobre la ciudad destruida - la nueva Jerusalén -, como un hombre nuevo ha de surgir por la gracia de ese hombre viejo de pecado que somos nosotros.

Unas lágrimas las de Jesús que nos invitan, sí, al arrepentimiento, pero que nos abren a la esperanza de una nueva vida. Es la fe que tenemos en Jesús que todo lo transforma para hacernos renacer desde las cenizas del pecado y de la muerte a una nueva vida. Pero también tienen que despertar una esperanza en nuestros corazones cuando vemos unas cenizas que todo lo cubren y lo destruyen, pero sabemos que con la fuerza que tenemos en nuestro interior y que nos viene de Dios todo lo podremos rehacer; unas lágrimas que pueden enturbiar nuestros ojos, pero unas lágrimas que tienen que lavarlos y limpiarlos para poder ver con la claridad de la esperanza lo nuevo que podemos hacer resurgir.

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