Los
silencios de nuestros gestos cargados de la tensa emoción del amor valen mucho
más que mil palabras
Génesis 28, 10-22ª; Sal 90; Mateo 9,18-26
Nos narra el evangelio hoy dos
episodios llenos de dramatismo y de sufrimiento. ¿Cómo reaccionamos cuando inesperadamente
nos suceden hechos que nos llenan de dolor, de angustia, de mucho sufrimiento? Está,
es cierto, el grito desgarrador, sobre todo cuando nos enfrentamos a la muerte
de un ser querido; está la angustia que se apodera de nuestro espíritu ante la
que muchas veces no sabemos ni cómo reaccionar; está el desgarro y la
desesperación que de alguna manera nubla nuestros sentidos y ya no hacemos lo
que queremos.
Un padre llega con angustia hasta los
pies de Jesús para decirle que su hija acaba de morir. Mucha es la angustia de
su corazón pero aun parece que le queda un rayo de esperanza. ‘Ven, pon tu
mano sobre ella y vivirá’. Pero en el episodio, en el camino, se
entremezcla también con el sufrimiento de una mujer que se siente con una
enfermedad incurable y que además en la cultura propia de aquel tiempo era algo
tremendamente vergonzoso; se siente quizá marginada porque aunque los demás no
lo sepan ella sabe cual es su enfermedad y que prácticamente no podría
mezclarse con nadie porque sería la contaminación de una impureza legal. Y
aquella mujer que sufre en silencio, en silencio también se acerca a Jesús con
una esperanza, solamente tocándole el manto piensa que curará.
Pero a Jesús le vemos pronunciar pocas
palabras. Quizá no sean necesarias muchas palabras para estar al lado de un
corazón que está lleno de angustia. Simplemente se pone en camino a la casa de
aquel afligido padre. Cuando llegue no querrá gritos ni alborotos de llantos de
plañideras porque la muerte no ha tenido la última palabra. Aquellos gritos y
lamentos de plañideras servirán de poco consuelo, aunque ritualmente haya que
hacerlo así, para una familia que se siente rota por la muerte de una hija.
Pero la presencia de Jesús alienta la esperanza, despierta la fe. Como despertó al paso del camino la fe de aquella mujer que se siente desesperada en su enfermedad. En el camino bastará la mano de la mujer que se extiende con fe y esperanza hasta la orla del manto de Jesús, como al llegar al lugar de la niña que ha muerto será la mano de Jesús la que se tienda para tomar a la niña de su mano y levantarla viva para devolvérsela a sus padres. ‘Basta que tengas fe’, le dirá a aquel padre desconsolado y ahora a la mujer que se ha sentido curado le dirá ‘tu fe la ha curado’.
¿Nos estará enseñando Jesús cuales han
de ser nuestros gestos, las actitudes profundas que también nosotros tengamos
ante el mundo de sufrimiento que nos rodea? aprendamos a estar en silencio,
aprendamos a caminar en silencio al lado del que sufre. Algunas veces nos
revolvemos en nuestro interior buscando palabras, buscando razonamientos,
buscando pruebas, buscando mil recursos, que solo son muchas veces gritos y
lamentos de plañideras, para consolar o para levantar el ánimo de los que están
tirados al borde del camino.
Bastará quizás una mirada, un detenerse
a su lado, un sentarnos en silencio, una mano amiga que se tiende o que se pone
sobre el hombro, un rescoldo de amor que brote de nuestro corazón con nuestros
gestos o con nuestra simplemente presencia. Algunas veces ese gesto es más
difícil que pronunciar miles de palabras, pero quizá sea más eficaz si estamos
mostrando todo el amor que hay en nuestro corazón. Hay silencios cargados de la
emoción tensa del amor que valen mucho más que mil palabras.
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