Glorifiquemos
al Señor con alegría porque si permanecemos unidos a El podremos ofrecer frutos
de santidad siempre para la gloria del Señor
Hechos de los apóstoles 15, 1-6; Sal
121; Juan 15, 1-8
Con el buen tiempo climatológicamente
hablando que hemos tenido es un encanto pasear estos días por nuestros campos.
Vivo en una zona fundamentalmente dedicada al cuidado de la vid pero al mismo
tiempo son múltiples los cultivos de frutos menores que llenan de verdor y
bella floración nuestros campos. Es un encanto ver la frondosidad con que van
creciendo los sarmientos de nuestras vides, dándonos ya muestras de lo que
serán los futuros frutos en los pequeños racimos que comienzan a cernir y
florear; lo mismo podemos decir de los otros cultivos que se entremezclan con
el cultivo de la vid. deseamos ansiosos que no se malogren esas futuras
cosechas, aunque aun nos queda tiempo y un verano por medio para poder recoger
los frutos; seguimos deseando que caigan las suaves lluvias que mantengan la
necesaria humedad de la tierra para hacer que esos frutos crezcan y maduren a
su tiempo.
¿Será así el campo de nuestra vida?
¿Estaremos aprovechando en verdad todo ese regadío de Dios, vamos a llamarlo
así, que siembra en nosotros tantas buenas semillas para que también nosotros un
día demos fruto?
Hoy el evangelio vuelve a hablarnos de
la vid y de los sarmientos, de la necesaria poda para poder obtener los mejores
frutos, pero también de la importancia de mantenernos bien unidos a la vid
porque de lo contrario no podremos obtener fruto. Es el mismo evangelio que se
nos proclamó el pasado domingo, pero que ahora en medio de semana en una
lectura continuada nos ha vuelto a aparecer. Pero como siempre hemos dicho no
lo escuchemos como algo que se repite, sino sintamos la novedad que ahora en
estos momentos es el evangelio para nosotros como tiene que serlo siempre.
Cuando hablábamos antes de nuestros
campos deseábamos esas suaves lluvias que mantuvieran la necesaria humedad en
la tierra para que no se malogren esos frutos que esperamos. Así tiene que ser
también en la tierra de nuestra vida desde esa unión que hemos de mantener con
el Señor en la escucha de la Palabra y con nuestra súplica y oración. ‘Como
el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco
vosotros, si no permanecéis en mí’, nos decía hoy Jesús en el evangelio.
Pero además añadía: ‘Si permanecéis
en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se
realizará’. Con qué confianza podemos acercarnos al Señor. ‘Pediréis lo
que deseáis, y se realizará’, nos dice. Es que tenemos que decir que
nuestra oración no es solo ese momento en que vamos a presentarle, por así
decirlo, la lista de nuestras peticiones al Señor.
Nuestra oración está desde ese momento
en que queremos permanecer unidos al Señor. Es algo más, la oración es estar en
el Señor; no es simplemente que hagamos un acto de fe para decir estoy en la
presencia de Dios, sino que es algo más, es estar en el Señor. ‘Permanecéis
en mí y mis palabras permanecen en vosotros’, nos dice. Nos estamos
metiendo en Dios, sumergiéndonos en Dios, empapándonos de la presencia y de la
vida de Dios. Por eso cuando hacemos verdadera oración nos estamos sintiendo
transformados desde lo más hondo de nosotros mismos.
Por eso terminará diciéndonos, ‘con
esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis
discípulos míos’. No damos gloria a Dios solamente porque digamos ‘Gloria
al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo’ – hay que hacerlo y decirlo
siempre con todo sentido -, sino cuando en verdad sintiéndonos inundados de
Dios damos frutos de vida nueva en la santidad de nuestra vida. Igual que el
agricultor cuando recoge la cosecha de los frutos de sus campos se siente feliz
y dichoso por aquel fruto de su trabajo, así es la alegría que sentimos en Dios
cuando vivimos los frutos de esa santidad y con ello en verdad estamos
glorificando al Señor.
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