En
Navidad contemplamos la gloria de Dios que se nos manifiesta en un niño recién
nacido que ha venido para hacernos a nosotros también hijos de Dios
Eclesiástico 24, 1-2. 8-12; Sal 147; Efesios
1, 3-6. 15-18; Juan 1, 1-18
‘Y hemos contemplado su gloria: gloria
como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad’. ¿No es lo que venimos contemplando y celebrando en
esta Navidad? Los ángeles la noche de Belén cantaban la gloria de Dios en el
nacimiento de Jesús. Ahí, en el humilde establo de Belén contemplamos la gloria
de Dios. Podíamos haber imaginado o pensado en un hermoso lugar, un templo
esplendoroso o un palacio resplandeciente por el brillo de las riquezas. Pero
no, en un humilde establo, con un pobre pesebre por cuna, contemplamos la
gloria de Dios.
¿Qué es lo que estamos contemplando? Un
recién nacido, tan pobre que no ha tenido una cuna ni una casa donde nacer,
porque hasta en la posada que acogía a los pobres que llegaban a Belén, no
había sitio para El. ¿Y quién es ese recién nacido con quien se proclama la
gloria del Señor? Es el Verbo de Dios que se hace carne y planta su tienda
entre nosotros. ‘Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, plantó su
tienda entre nosotros’.
No es como la Tienda del Encuentro que Moisés levantó en el desierto dotándola de todo el esplendor del oro y de las riquezas que pudieron recoger entre unos pobres peregrinos del desierto; no es el Santa Santorum que Salomón levantara en el templo de Jerusalén para significar la morada y la presencia de Dios entre nosotros. Esa tienda es el pequeño cuerpo de un niño recién nacido que viene a representar a toda nuestra humanidad y que no tiene mejor lugar para situarse en nuestro mundo que en un humilde establo entre un buey y una mula allá en las afueras de Belén. Y ese recién nacido es el Emmanuel, el Dios – para siempre – con nosotros.
Era la luz verdadera pero que las
tinieblas rechazaban; vino para encontrarse con los suyos y hacerse Emmanuel y
los suyos no lo recibieron; era la Palabra por la que todo había sido creado,
y quisimos silenciar esa Palabra; ‘en el mundo estaba, el mundo se hizo por
medio de ella, y el mundo no la conoció… En ella estaba la vida, y la vida era
la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, pero la tiniebla no la
recibió’.
Pero ‘¡oh admirable intercambio!’ como
diremos en la noche de Pascua cuando la luz pascual brille con todo su
esplendor, ‘pues a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de
Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de
carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios’. Dios ha tomado
nuestra carne para hacerse hombre y Dios con nosotros y a nosotros nos ha
elevado para hacernos sus hijos. ‘Les dio poder de ser hijos de Dios… porque
han nacido de Dios’.
Una doble navidad podemos decir que
estamos celebrando y estamos viviendo. Es el nacimiento del Hijo de Dios hecho
hombre, que contemplamos en Belén, donde estamos contemplando, como venimos
diciendo, la gloria de Dios pero al mismo tiempo contemplamos la gloria de Dios
que a nosotros nos hace nacer para Dios, nos da el poder ser hijos de Dios. Como
nos enseñará más tarde san Juan en sus cartas, la maravilla está en que el amor
de Dios nos llama sus hijos, y como reafirma el apóstol ‘¡pues lo somos!’.
Qué hermosa la oración de alabanza de
san Pablo en la carta a los Efesios que hemos escuchado, que probablemente era
ya un himno litúrgico cantado en aquellas primeras comunidades. Se nos recuerda
toda la maravilla a la que hemos sido llamados, elegidos y amados con un amor
preferente por parte de Dios. ‘Él nos eligió en Cristo, antes de la
fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor.
Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su
voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan
generosamente nos ha concedido en el Amado’.
¿Podemos pedir más? No terminamos de
comprender en toda su profundidad esta generosidad de Dios. Por eso dice el
apóstol convirtiéndolo en oración por nosotros ‘no ceso de dar gracias por
vosotros, recordándoos en mis oraciones, a fin de que el Dios de nuestro Señor
Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación
para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál
es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia
a los santos’. Espíritu de sabiduría y revelación, luz en nuestro corazón
para conocer y comprender esa esperanza que siembra en nuestros corazones, esa
riqueza que nos da como herencia, participar de la gloria de Dios; es que somos
sus hijos.
‘Pues de su plenitud todos hemos
recibido, gracia tras gracia… Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es
quien lo ha dado a conocer’,
terminaba diciéndonos el evangelio.
Contemplamos la gloria de Dios cuando
contemplamos el misterio de la Navidad que estamos celebrando. Pero
contemplamos la gloria de Dios cuando nos sentimos llenos de esa riqueza de
gracia que a nosotros nos eleva como hijos también de Dios. Cuántas
consecuencias se derivarían para la santidad con que hemos de vivir nuestra
vida, pero cuántas consecuencias también para nuestra relación y nuestro trato
con los demás cuando contemplamos la dignidad y la grandeza de todo ser humano
que en Cristo hemos recibido.
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