El dolor del corazón de Cristo por aquellas ciudades donde
tanto se había prodigado y no le habían respondido es una llamada a la
respuesta que nosotros hemos de dar
Isaías 7, 1-9; Sal 47; Mateo 11, 20-24
¿Qué hacemos cuando
hemos estado preocupándonos por alguien de quien no veíamos clara su situación
y tratábamos de ayudarle ya fuera con un buen consejo para que recapacitara de
cuál era la situación en la que estaba viviendo y que le estaba llevando a la
ruina de su vida o quizás pusimos recursos de nuestra parte hasta de orden
material para que fuera capaz de emprender algo distinto pero esa persona no quería
escucharnos, rechazó cuantos ofrecimientos le hicimos y siguió en su empeño,
por decirlo de alguna manera, de despeñarse por esa corriente?
Sentimos quizá hasta
ira dentro de nosotros, la tentación de abandonarla a su suerte desentendiéndonos
y tratando quizá de olvidar. Nos sentimos impotentes, sentimos rabia en nuestro
interior por no poder hacer nada, y quizá abandonamos nuestra lucha dejándola a su suerte que se la había
buscado. Tendríamos que tener una sensibilidad especial y una fuerza de
voluntad grande por querer hacer el bien, para seguir intentándolo por todos
los medios.
¿Qué sentía Jesús
cuando había gente que lo ignoraba, se encontraba con aquellos que siempre le
estaban buscando las cosquillas, o cuando no había una respuesta sincera y
auténtica ante todo lo que le ofrecía?
Claro que podemos
pensar también quienes hemos vivido o vivimos algunos compromisos dentro de la
Iglesia y hemos querido trabajar por los demás en distintas tareas o servicios
que se pueden ofrecer desde la comunidad eclesial cómo nos sentimos o cómo
reaccionamos ante la indiferencia que encontramos en nuestro entorno; o lo que
sentimos por la en cierto modo manipulación que se quiere hacer de nuestro
trabajo porque ofrecemos un mensaje, tratamos de hacer un anuncio del
evangelio, pero luego vemos que convierten nuestras celebraciones cristianas
poco menos que en un circo de vanidades sociales. Pensamos en lo que se han
convertido las primeras comuniones y también la celebración de las bodas en la
Iglesia, por señalar algunas cosas. Todo aquello que tratábamos de transmitir
en nuestras catequesis ¿en qué se ha quedado?
También podemos sentir
frustración y cansancio, sentir que no merece la pena porque no encontramos la
respuesta deseada, o dejarnos arrastrar por esas vanidades de la vida y vivir
todas esas situaciones de una forma conformista. Aunque quizá algunas veces nos
puede sobrevenir la ira como cuando los apóstoles pidieron a Jesús que hiciera
bajar fuego del cielo porque en una población no los habían querido recibir
porque iban a Jerusalén.
En el evangelio que
hoy se nos ha propuesto en la liturgia podemos decir que estamos contemplando
el dolor del corazón de Cristo ante la respuesta negativa que en algunos
lugares están dando a su predicación. Habla en concreto de aquellas ciudades o
poblaciones del entorno del lago de Tiberíades, como Corozaín, Betsaida o la
misma Cafarnaún donde de alguna manera Jesús se había establecido como centro
de operaciones. Se lamenta Jesús por aquellas ciudades como un día le veremos
llorar sobre la ciudad de Jerusalén porque no le ha escuchado.
Mucho había realizado Jesús
en aquellos pueblos y aldeas con su predicación, con sus milagros, con su
presencia pero no habían terminado de entrar en el camino de la conversión. Y
compara con Sodoma o aquellas ciudades malditas en el entorno del mar Muerto, o
con las ciudades paganas de Tiro y Sidón en la cercana Fenicia. Si allí se
hubieron hecho los signos que en estas ciudades habrían dado respuesta. Por
eso, como les dice, para esas ciudades el juicio será más llevadero que el que
merezcan estas ciudades del entorno de Tiberíades. Pero Jesús allí estaba y
allí seguía porque el anuncio de la Buena Nueva no podía dejar de realizarse.
Claro que en nuestra reflexión
miramos nuestra vida y tratamos de ser conscientes de cuánto hemos recibido del
Señor. No se trata de juzgar o condenar a los demás sino de mirarnos a nosotros
mismos; cuánto ha derrochado de su amor Dios sobre nosotros a lo largo de
nuestra vida.
Pensemos en cuánta
predicación escuchada, cuántos sacramentos recibidos, cuántos momentos de
gracia hemos vivido, cuánto hemos participado de la celebración de la
Eucaristía, y aun así seguimos siendo inconstantes, muchas veces mantenemos una
frialdad o una tibieza en nuestro espíritu que no se corresponde al calor del
amor de Dios que hemos recibido. ¿No tendríamos de alguna manera que despertar
ya de una vez por todas? De una cosa estamos seguros, el Señor no nos abandona
y nos sigue regando con su gracia, sigue llamando a la puerta de nuestro
corazón.
Al menos lo hemos intentado, al menos lo intentamos, dar amor, aunque muchos no estén receptivos, y el Señor es el que sabe de nuestras intenciones, y todo lo hacemos por Él.
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