Podemos
ser nosotros los ojos de Dios, la mirada de Dios, las manos de Dios, y ser
signos de su misericordia para los que están hundidos en dolor a nuestro lado
1Timoteo 3,1-13; Sal 100; Lucas 7,11-17
Dos comitivas que se encuentran en las
puertas de la ciudad. Una con jolgorio normal de un grupo ajeno a mayores
preocupaciones, que hablan, que comparten alegremente como lo hacen los amigos
que van de camino, que se sienten a gusto porque van con el Maestro y que de
alguna manera se ve cortada en seco al encuentro con la otra comitiva llena de
dolor en la que solo se escuchan suspiros y lagrimas, palabras dichas como en
un susurro y que respetan el silencio del dolor y la soledad de una madre que
va a enterrar a su único hijo.
No median palabras ni explicaciones, no
se escucha ningún clamor de súplica como en otras ocasiones otros pedían la curación
de su criado enfermo, o que pusiera sus manos sobre su hija que está en las
últimas; nadie pide compasión ni suplica nada especial. Como alguien ha dicho
la misma madre que llora y nada dice es oración con su presencia dolorosa.
Pero Jesús al contemplar el cortejo, al
ver aquella madre desconsolada y sola siente que se le conmueven las entrañas.
Será quien se adelante en medio de los dos cortejos para detener a los que iban
fuera. Será quien ordene al joven que cadáver yace sobre aquellas parihuelas
que se levante y se lo entrega a su madre. La compasión y la misericordia se
han adelantado a la confesión de fe. Pedía fe Jesús en otras ocasiones cuando venían
a que los curase. La fe oculta y hundida en medio del dolor surgirá de nuevo
aunque antes todo pareciera oscuro. Luego todo serán alabanzas y bendiciones
porque Dios ha visitado a su pueblo.
Cuando el dolor atenaza el alma todo se
vuelve oscuro y parece que no hay palabras que puedan abrir camino para el
encuentro de nuevo con la luz. Aunque sintamos deseos de gritar desde la
angustia algunas veces se hace silencio dentro de nosotros, un silencio
impenetrable y lleno de oscuridad.
¿Qué necesitamos entonces? Quizás
dejarse hacer, dejar que alguien llegue y nos toque en lo hondo de nuestras
entrañas, pero que nosotros nos dejemos tocar, a pesar de que no veamos
resquicios sin embargo dejemos la posibilidad de que llegue la luz por alguna
parte. Como aquella mujer, su silencio y su amargura – el evangelio no nos deja
palabras suyas – se hicieron oración para conmover las entrañas de Dios, para
hacer que Jesús sintiera compasión de ella y la llenara de nuevo de vida y de
luz.
Dejarnos mirar por Dios, así como
estamos, con nuestro dolor, con nuestros silencios o nuestros gritos quizá
desesperados, con el alma rota, con todas las miserias aflorando de golpe en
nuestra vida cuando parecemos más hundidos, con nuestras oscuridades que nos
impiden ver una salida, con nuestras lagrimas reprimidas pero que se nos
escapan envolviéndonos en más dolor. Hemos de tener la certeza de que Dios no
mira, que su corazón compasivo y misericordioso se va a acercar a nosotros, que
no volverá su rostro para otro lado ni dará un rodeo, sino que vendrá
directamente a sanar nuestro corazón. Pero tenemos que dejarnos mirar, dejarnos
tocar por esa mirada de Dios que nos levanta, que nos pone de nuevo en camino,
que nos va a hacer encontrar la vida.
Pero esta lección tiene una parte
también para nuestras actitudes, para que no nos quedemos nunca insensibles
ante las lagrimas de los demás, para que no miremos para otro lado como tan fácil
nos es hacer en tantas ocasiones, para que no demos el rodeo para evitar el
encuentro cuando sabemos que está allí en la acera, a la puerta, al lado de ese
camino por el que vamos todos los días tan distraídos.
Nos quedaremos en silencio quizás
tantas veces porque no sabemos qué decir, pero no hacen falta palabras; basta
solo nuestra presencia, aunque no sepamos qué hacer; solo es necesaria nuestra
mirada que se encuentre con los ojos del que allí vemos por los suelos. Lo
demás surgirá casi espontáneamente si aun nos queda sensibilidad en el corazón,
solo es necesario que nos demos cuenta que entonces somos nosotros los ojos de
Dios, la mirada de Dios, las manos de Dios, y seremos signos de la misericordia
de Dios para esas personas. También nosotros tenemos que dejar actuar a Dios a través
nuestro porque así quiere llegar con su misericordia a tantos que encontramos
sumidos en el dolor en el camino.
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