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martes, 17 de septiembre de 2019

Podemos ser nosotros los ojos de Dios, la mirada de Dios, las manos de Dios, y ser signos de su misericordia para los que están hundidos en dolor a nuestro lado


Podemos ser nosotros los ojos de Dios, la mirada de Dios, las manos de Dios, y ser signos de su misericordia para los que están hundidos en dolor a nuestro lado

1Timoteo 3,1-13; Sal 100; Lucas 7,11-17
Dos comitivas que se encuentran en las puertas de la ciudad. Una con jolgorio normal de un grupo ajeno a mayores preocupaciones, que hablan, que comparten alegremente como lo hacen los amigos que van de camino, que se sienten a gusto porque van con el Maestro y que de alguna manera se ve cortada en seco al encuentro con la otra comitiva llena de dolor en la que solo se escuchan suspiros y lagrimas, palabras dichas como en un susurro y que respetan el silencio del dolor y la soledad de una madre que va a enterrar a su único hijo.
No median palabras ni explicaciones, no se escucha ningún clamor de súplica como en otras ocasiones otros pedían la curación de su criado enfermo, o que pusiera sus manos sobre su hija que está en las últimas; nadie pide compasión ni suplica nada especial. Como alguien ha dicho la misma madre que llora y nada dice es oración con su presencia dolorosa.
Pero Jesús al contemplar el cortejo, al ver aquella madre desconsolada y sola siente que se le conmueven las entrañas. Será quien se adelante en medio de los dos cortejos para detener a los que iban fuera. Será quien ordene al joven que cadáver yace sobre aquellas parihuelas que se levante y se lo entrega a su madre. La compasión y la misericordia se han adelantado a la confesión de fe. Pedía fe Jesús en otras ocasiones cuando venían a que los curase. La fe oculta y hundida en medio del dolor surgirá de nuevo aunque antes todo pareciera oscuro. Luego todo serán alabanzas y bendiciones porque Dios ha visitado a su pueblo.
Cuando el dolor atenaza el alma todo se vuelve oscuro y parece que no hay palabras que puedan abrir camino para el encuentro de nuevo con la luz. Aunque sintamos deseos de gritar desde la angustia algunas veces se hace silencio dentro de nosotros, un silencio impenetrable y lleno de oscuridad.
¿Qué necesitamos entonces? Quizás dejarse hacer, dejar que alguien llegue y nos toque en lo hondo de nuestras entrañas, pero que nosotros nos dejemos tocar, a pesar de que no veamos resquicios sin embargo dejemos la posibilidad de que llegue la luz por alguna parte. Como aquella mujer, su silencio y su amargura – el evangelio no nos deja palabras suyas – se hicieron oración para conmover las entrañas de Dios, para hacer que Jesús sintiera compasión de ella y la llenara de nuevo de vida y de luz.
Dejarnos mirar por Dios, así como estamos, con nuestro dolor, con nuestros silencios o nuestros gritos quizá desesperados, con el alma rota, con todas las miserias aflorando de golpe en nuestra vida cuando parecemos más hundidos, con nuestras oscuridades que nos impiden ver una salida, con nuestras lagrimas reprimidas pero que se nos escapan envolviéndonos en más dolor. Hemos de tener la certeza de que Dios no mira, que su corazón compasivo y misericordioso se va a acercar a nosotros, que no volverá su rostro para otro lado ni dará un rodeo, sino que vendrá directamente a sanar nuestro corazón. Pero tenemos que dejarnos mirar, dejarnos tocar por esa mirada de Dios que nos levanta, que nos pone de nuevo en camino, que nos va a hacer encontrar la vida.
Pero esta lección tiene una parte también para nuestras actitudes, para que no nos quedemos nunca insensibles ante las lagrimas de los demás, para que no miremos para otro lado como tan fácil nos es hacer en tantas ocasiones, para que no demos el rodeo para evitar el encuentro cuando sabemos que está allí en la acera, a la puerta, al lado de ese camino por el que vamos todos los días tan distraídos.
Nos quedaremos en silencio quizás tantas veces porque no sabemos qué decir, pero no hacen falta palabras; basta solo nuestra presencia, aunque no sepamos qué hacer; solo es necesaria nuestra mirada que se encuentre con los ojos del que allí vemos por los suelos. Lo demás surgirá casi espontáneamente si aun nos queda sensibilidad en el corazón, solo es necesario que nos demos cuenta que entonces somos nosotros los ojos de Dios, la mirada de Dios, las manos de Dios, y seremos signos de la misericordia de Dios para esas personas. También nosotros tenemos que dejar actuar a Dios a través nuestro porque así quiere llegar con su misericordia a tantos que encontramos sumidos en el dolor en el camino.

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