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domingo, 15 de septiembre de 2019

El mejor evangelio que podemos anunciar será con nuestros gestos humildes y cercanos que sean signos de la ternura de Dios




El mejor evangelio que podemos anunciar será con nuestros gestos humildes y cercanos que sean signos de la ternura de Dios

Éxodo 32, 7-11. 13-14; Sal 50; 1Timoteo 1, 12-17; Lucas 15, 1-32
Hoy estamos de fiesta. Sí, de fiesta. Y no es porque en mi pueblo se están celebrando estos días las fiestas del Cristo de Tacoronte, como en todos otros lugares en torno a este catorce de septiembre se celebren muchas fiestas. No es ese el camino por donde voy o a lo que queremos referirnos en el comentario al evangelio.
Claro que tendríamos que decir ya por adelantado de lo que vamos a comentar que cada vez que los cristianos nos reunimos para celebrar la Eucaristía es eso lo que estamos haciendo. Estamos de fiesta. Es la fiesta de nuestra fe; es la fiesta de nuestro encuentro, del encuentro de los hermanos como una gran familia, de nuestro encuentro con el Señor. ¿No tendríamos que hacerlo siempre con esos sones de fiesta? Si no lo hacemos algo nos está fallando.
Pero fijémonos en la Palabra de Dios que hoy nos propone la liturgia. No habla sino de alegría y de fiesta. Es la alegría y la fiesta del pastor que ha encontrado la oveja que se le había extraviado; es la alegría y la fiesta de aquella mujer que había perdido allí en su propia casa una moneda valiosa y busca y rebusca hasta encontrarla y cuando la encuentra llama a sus amigas para compartir su alegría, hoy diríamos que se tomarían una taza de café juntas celebrando lo perdido y encontrado; es la fiesta del padre que hace un banquete y llama hasta los músicos para hacer una fiesta porque el hijo perdido ha vuelto a la casa, aunque aparezcan los tintes envidiosos del otro  hijo que no se alegra en la vuelta del hermano. Pero todo es fiesta.
Y es a lo que nos está invitando el Señor a que vivamos nuestra fe como una fiesta, con alegría desbordante que nos lleve no solo a celebrarla sino también a compartirla, a llamar a todos para decir cuanto nos ama Dios. Porque esa es la maravilla de la que  nos quiere hablar Jesús. Dios que nos ama y que nos busca aunque andemos perdidos, que nos enviará muchos mensajeros como nos dirá en otra parábola, pero que estará El también buscándonos como el pastor a la oveja perdida, o como padre paciente que esta a la puerta siempre esperando el regreso del hijo pródigo.
El evangelio nos dice que venían a escucharle los publicanos y los pecadores, mientras por allá andaban al acecho y siempre con sus críticas demoledoras los fariseos y los maestros de la ley que no terminaban de entender el mensaje de Jesús. ¿Cómo no iban a venir a escucharle los pobres y los humildes, los que nadie tenia en cuenta o los que eran despreciados por todos, los que estaban atribulados bajo tantos pesos o aquellos que eran discriminados de todos y nadie valoraba sino todo lo contrario, los pecadores, los publicanos?
Cuando escuchaban a Jesús tenían que sentir un gozo grande en el alma. Jesús les estaba hablando de un Dios que se acerca a todos y a nadie discrimina, a nadie quiere condenar como los condenan los demás, que nos tiene en cuenta a pesar de nuestras debilidades y de nuestros fracasos en la vida, que nos mira a los ojos porque quiere llegar a lo hondo del corazón, que no recrimina al pecador que ha sido débil porque no quiere hundirlo sino que a todos tiende su mano como fue en búsqueda del paralítico olvidado y al que nadie ayudaba, que se mezcla con los que son despreciados del mundo de los que se creen más justos o con más dotes de liderazgo. Tenían que sentir alegría en alma, sus corazones tenían que llenarse de esperanza, renacía la fe en sus vidas con deseos de algo nuevo.
Es una experiencia que nosotros también hemos de sentir en el corazón cuando nos sentimos amados de Dios. Dios nos tiene en cuenta, Dios nos ama. El mundo podrá mirarnos con malos ojos, los que se creen justos nos mirarán desde la distancia, pero Dios está a nuestro lado manifestándonos siempre su amor y pondrá muchos signos de su amor quizá en muchos que están a nuestro lado y si nos tienen en cuenta, nos ofrecen su amistad y su cariño que se convierte así en una manifestación de la ternura de Dios.
Tenemos que reconocer por un lado que quizá en la misma iglesia, en muchos cristianos que se creen justos no encontramos ese signo de la ternura de Dios; hay muchos leguleyos intransigentes como aquellos fariseos que todavía no han aprendido a perdonar y amar de verdad. Pero tenemos que reconocer que quizá en gente sencilla encontraremos esa amistad, esa cercanía, esas señales de la ternura de Dios para nuestra vida.
Y tenemos que aprender. Que nuestra comprensión, nuestro corazón compasivo y misericordia, que la sencillez de nuestros gestos y la humildad con que nos acercamos a los demás manifieste esa ternura de Dios. Es el mejor evangelio que podemos anunciar cuando ahora tanto hablamos de nueva evangelización. No nos quedemos en palabras, en gestos pomposos y aparatosos, sino vayamos por lo humilde, lo sencillo, los pequeños gestos y así nos convertiremos de verdad en evangelio de Dios. Así podremos celebrar con alegría esa fiesta a la que nos está invitando a Jesús. Que nuestros gestos y signos la hagan verdadera fiesta.

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