El
mejor evangelio que podemos anunciar será con nuestros gestos humildes y
cercanos que sean signos de la ternura de Dios
Éxodo 32, 7-11. 13-14; Sal 50; 1Timoteo 1,
12-17; Lucas 15, 1-32
Hoy estamos de fiesta. Sí, de fiesta. Y
no es porque en mi pueblo se están celebrando estos días las fiestas del Cristo
de Tacoronte, como en todos otros lugares en torno a este catorce de septiembre
se celebren muchas fiestas. No es ese el camino por donde voy o a lo que
queremos referirnos en el comentario al evangelio.
Claro que tendríamos que decir ya por
adelantado de lo que vamos a comentar que cada vez que los cristianos nos
reunimos para celebrar la Eucaristía es eso lo que estamos haciendo. Estamos de
fiesta. Es la fiesta de nuestra fe; es la fiesta de nuestro encuentro, del
encuentro de los hermanos como una gran familia, de nuestro encuentro con el
Señor. ¿No tendríamos que hacerlo siempre con esos sones de fiesta? Si no lo
hacemos algo nos está fallando.
Pero fijémonos en la Palabra de Dios
que hoy nos propone la liturgia. No habla sino de alegría y de fiesta. Es la alegría
y la fiesta del pastor que ha encontrado la oveja que se le había extraviado;
es la alegría y la fiesta de aquella mujer que había perdido allí en su propia
casa una moneda valiosa y busca y rebusca hasta encontrarla y cuando la
encuentra llama a sus amigas para compartir su alegría, hoy diríamos que se
tomarían una taza de café juntas celebrando lo perdido y encontrado; es la
fiesta del padre que hace un banquete y llama hasta los músicos para hacer una
fiesta porque el hijo perdido ha vuelto a la casa, aunque aparezcan los tintes
envidiosos del otro hijo que no se
alegra en la vuelta del hermano. Pero todo es fiesta.
Y es a lo que nos está invitando el
Señor a que vivamos nuestra fe como una fiesta, con alegría desbordante que nos
lleve no solo a celebrarla sino también a compartirla, a llamar a todos para
decir cuanto nos ama Dios. Porque esa es la maravilla de la que nos quiere hablar Jesús. Dios que nos ama y
que nos busca aunque andemos perdidos, que nos enviará muchos mensajeros como
nos dirá en otra parábola, pero que estará El también buscándonos como el
pastor a la oveja perdida, o como padre paciente que esta a la puerta siempre
esperando el regreso del hijo pródigo.
El evangelio nos dice que venían a
escucharle los publicanos y los pecadores, mientras por allá andaban al acecho
y siempre con sus críticas demoledoras los fariseos y los maestros de la ley
que no terminaban de entender el mensaje de Jesús. ¿Cómo no iban a venir a
escucharle los pobres y los humildes, los que nadie tenia en cuenta o los que
eran despreciados por todos, los que estaban atribulados bajo tantos pesos o
aquellos que eran discriminados de todos y nadie valoraba sino todo lo
contrario, los pecadores, los publicanos?
Cuando escuchaban a Jesús tenían que
sentir un gozo grande en el alma. Jesús les estaba hablando de un Dios que se
acerca a todos y a nadie discrimina, a nadie quiere condenar como los condenan
los demás, que nos tiene en cuenta a pesar de nuestras debilidades y de
nuestros fracasos en la vida, que nos mira a los ojos porque quiere llegar a lo
hondo del corazón, que no recrimina al pecador que ha sido débil porque no
quiere hundirlo sino que a todos tiende su mano como fue en búsqueda del
paralítico olvidado y al que nadie ayudaba, que se mezcla con los que son
despreciados del mundo de los que se creen más justos o con más dotes de
liderazgo. Tenían que sentir alegría en alma, sus corazones tenían que llenarse
de esperanza, renacía la fe en sus vidas con deseos de algo nuevo.
Es una experiencia que nosotros también
hemos de sentir en el corazón cuando nos sentimos amados de Dios. Dios nos
tiene en cuenta, Dios nos ama. El mundo podrá mirarnos con malos ojos, los que
se creen justos nos mirarán desde la distancia, pero Dios está a nuestro lado manifestándonos
siempre su amor y pondrá muchos signos de su amor quizá en muchos que están a
nuestro lado y si nos tienen en cuenta, nos ofrecen su amistad y su cariño que
se convierte así en una manifestación de la ternura de Dios.
Tenemos que reconocer por un lado que
quizá en la misma iglesia, en muchos cristianos que se creen justos no
encontramos ese signo de la ternura de Dios; hay muchos leguleyos
intransigentes como aquellos fariseos que todavía no han aprendido a perdonar y
amar de verdad. Pero tenemos que reconocer que quizá en gente sencilla
encontraremos esa amistad, esa cercanía, esas señales de la ternura de Dios
para nuestra vida.
Y tenemos que aprender. Que nuestra
comprensión, nuestro corazón compasivo y misericordia, que la sencillez de
nuestros gestos y la humildad con que nos acercamos a los demás manifieste esa
ternura de Dios. Es el mejor evangelio que podemos anunciar cuando ahora tanto
hablamos de nueva evangelización. No nos quedemos en palabras, en gestos
pomposos y aparatosos, sino vayamos por lo humilde, lo sencillo, los pequeños
gestos y así nos convertiremos de verdad en evangelio de Dios. Así podremos
celebrar con alegría esa fiesta a la que nos está invitando a Jesús. Que
nuestros gestos y signos la hagan verdadera fiesta.
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