Tendríamos
que preguntarnos cuánto es el amor que le tenemos a Dios viendo con qué amor
amamos nosotros al prójimo
Rut 1,1.3-6 14b-16.22; Sal 145; Mateo
22,34-40
Me atrevería a decir que es algo que
surge como espontáneo, y que me corrijan los sicólogos, pero cuando sentimos un
amor grande por alguien, no solo lo valoramos y admiramos en las cualidades y
cosas bellas que vemos en ella, sino que de alguna manera queremos como
parecernos a esa persona y lo intentamos imitar en sus virtudes. El amor
verdadero lleva a esa comunión profunda con el amado que de alguna manera nos
quiere hacer uno con el, por eso queremos hacer las cosas como él y amar lo que
él ama.
Por eso cuando entramos en la órbita
del amor de Dios, consideramos la inmensidad de su amor, al sentirnos así
amados por Dios queremos amarle de la misma manera, con ese mismo amor a pesar
de nuestra limitación e imperfección. Un amor que nos hace sentir que El es el
único Dios y Señor de nuestra vida, el centro y sentido de nuestra existencia,
queriendo nosotros amarle como El nos ama y su amor es infinito y queriendo
también nosotros amar todo lo que Dios ama.
Ese primero y principal mandamiento
surge entonces desde el mismo reconocimiento de quien es Dios para mi vida
cuando tanto nos ama y tendría que surgir casi como espontánea esa respuesta de
amor por nuestra parte, un amor sobre todas las cosas, un amor con toda el alma
y con todo el corazón, un amor con todo mi ser y con toda mi vida.
Moisés nos lo quiso dejar reflejado en
un mandato por la dureza de nuestro corazón que hace que pronto olvidemos
tantas veces el amor que recibimos. Así somos débiles y duros de corazón; así
se nos tiene que recordar que Dios nos ama y con un amor semejante en lo que
humanamente seamos capaces ya que no somos infinitos hemos de amar nosotros a
Dios. Claro que el amor de Dios es infinito y nosotros somos seres limitados e
imperfectos, pero en cuanto somos capaces queremos poner toda nuestra vida en
el amor que hemos de tenerle a Dios.
Es lo que hoy hemos escuchado en el evangelio. Viene un
letrado queriendo poner a prueba a Jesús. La malicia que llena el corazón de
los hombres y que les hace desconfiado de todo y de todos. Jesús se está
manifestando con un Maestro en Israel al que todos escuchan, aunque no saben donde
ha aprendido esas cosas, como un día dijeran sus convecinos de Nazaret. Pero
ahora es un letrado, que parece como si sintiera que Jesús está ocupando su
puesto. Hay que ponerlo a prueba. Y qué mejor que plantearle y preguntarle por
lo principal, el primero de los mandamientos.
Pero Jesús responde, podíamos decir que
al pie de la letra, con lo que está enseñado en la ley de Moisés y que todo
buen judío aprende desde su niñez y repetirá muchas veces cada día. Pero Jesús
añadirá algo más, que también está en la ley de Moisés, pero que ahora equipara
al primer mandamiento.
‘Amarás
al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este
mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a
tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y
los profetas’.
Quien
ama a Dios ama también lo que Dios ama. Quien ama a Dios necesariamente tendrá
que amar también al prójimo, aunque tantas veces nos cueste descubrir bien
quien es nuestro prójimo. Por eso no podremos nunca separar el amor al prójimo
del amor a Dios. Como decíamos al principio cuando amamos con un amor verdadero
queremos parecernos con aquel a quien amamos y que sabemos cuanto nos ama. En
esto tenemos que parecernos a Dios en nuestro amor a los demás, a quienes
miraremos siempre como hermanos.
¿Por qué nos costará tanto? ¿Será acaso
que no es tan grande el amor que le tenemos a Dios? Es fuerte este
planteamiento, pero tenemos que revisarnos bien ese amor que decimos le tenemos
a Dios viendo cómo es el amor que le tenemos al hermano.
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