Busquemos
el tesoro escondido que nos ofrece el evangelio y vivamos intensamente la
alegría de la fe con la que contagiemos a los demás
Éxodo 34,29-35; Sal 98; Mateo 13,44-46
Quien recibe un hermoso regalo se llena
de alegría y seguro que en su generosidad compartirá su alegría también con los
demás; recordemos cómo, por ejemplo, en un cumpleaños cuando recibimos los
regalos de los amigos o de los seres queridos, llenos de alegría se los
mostramos a todos compartiendo la dicha que sentimos.
Pero también otras cosas que
encontramos o recibimos de los demás que nos llenan de satisfacciones hondas,
desde lo bueno que nosotros hacemos, pero también cuando nos sentimos
impactados por algo que descubrimos, que vemos en los demás y que nos abre los
ojos, nos hace mirar las cosas o la vida de forma distinta, no nos lo guardamos
para nosotros mismos sino que con esa alegría que llevamos dentro por aquel
descubrimiento tratamos de trasmitirlo o contagiarlo a los demás.
Hoy nos habla Jesús, en ese lenguaje
tan peculiar que son las parábolas, de una perla o de un tesoro escondido que
hemos encontrado. Y nos habla también de alegría. Todos entendemos que esa
perla o ese tesoro del que nos está hablando Jesús en sus parábolas significa
encontrarse con El mismo, descubrir en verdad lo que significa el Reino de
Dios, encontrar esa fe que da sentido nuevo a nuestra vida, abrirnos a ese
mundo maravilloso que El nos ofrece con los valores del Evangelio. Y eso sí que
tiene que ser una alegría grande para el ser humano.
Encontrarnos de verdad con el Evangelio
de Jesús tiene que significar algo muy grande para el hombre, para toda
persona. En medio de ese mundo turbio en que vivimos es encontrar una luz; en
medio de esos males que nos envuelven es encontrar una esperanza de salvación y
de que es posible un mundo distinto del que desterremos todo ese mal, todo ese
odio, toda esa violencia, todas esas cosas que nos enturbian la vida y nos
hacen vivir con amarguras en el corazón.
Nos hemos acostumbrado a decir que
somos creyentes y cristianos de manera que en nuestra rutina – esa rutina en la
que caemos cuando no somos capaces de
renovarnos cada día – hemos dejado de saborear lo que significa tener fe. Por
eso ya nos da igual una cosa que otra, nos dejamos influenciar por tantas cosas
que no llegamos a descubrir y saborear ese sentido nuevo que tiene todo cuando
tenemos fe en Jesús y queremos vivir en el espíritu del Evangelio. Y es que no
llegamos a vivir la alegría de nuestra fe. Y eso es triste.
El cristiano, el verdadero creyente tiene
que ser una persona inquieta; buscamos y queremos saber, pero no para dejarnos
llevar por cualquier corriente o pensamiento, sino para ahondar más y más en
nuestra fe. Nos falta esa profundidad que nos llene de vida, vivimos demasiado superficialmente
nuestra fe y no somos capaces de dejarnos sorprender cada día por lo que nos
ofrece el evangelio. Y claro nos vamos tras cualquier atisbo de luz que
relampaguee en cualquier parte.
Es triste que quienes hemos sido
bautizados y educados en la fe cristiana como católicos – recibimos al menos
unas catequesis para acceder a los sacramentos – luego se nos marchen detrás de
cualquiera que toque a su puerta ofreciéndole otra fe u otra religión y luego hasta vengan a decirnos que nuestra
fe no sirve de nada, que estamos llenos de errores y no se cuantas cosas más,
pero nunca se preocuparon de conocer a fondo su fe, de profundizar en el
evangelio, de escuchar con corazón abierto lo que la Iglesia nos ofrece.
No estudiaste tu fe y ahora vienes a
decirnos porque no sé quien te lo dijo o te convenció de que tu fe tiene
errores, pero ¿conoces realmente lo que es la fe que vivimos en la Iglesia?
¿Llegaste a vivir la alegría de tu fe? ¿Fue para ti ese tesoro escondido que
encontraste y por el que fuiste capaz de darlo todo porque allí encontraste el
sentido de tu vida?
Busquemos ese tesoro escondido pero que
ahí está delante de nosotros y vivamos la alegría de renovar plenamente tu fe
cada día.
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