Purifiquemos
el corazón para que sea un cristal limpio y brillante con el que miremos a los
demás y lo que hacen viéndolo siempre con un sentido positivo
Génesis 2,4b-9.15-17; Sal 103; Marcos 7,14-23
Se suele decir que cada uno ve las cosas según el color del cristal a
través del cual mira; bien sabemos que si tenemos los cristales opacos veremos
todo con esa opacidad, esa falta de brillo y de luz, con unos cristales limpios
veremos más nítidamente y con una claridad más natural las cosas. Algunos
utilizamos los cristales de nuestras lentes, de nuestras gafas como decimos
normalmente al menos entre nosotros, con un tratamiento que hace que por la
fuerza de la luz solar los cristales se oscurezcan, decimos que para no
molestar a nuestros ojos, pero bien sabemos que vemos las cosas con una
oscuridad no natural y también tenemos la experiencia que si nuestros cristales
están con suciedad o polvo en el contraste de la luz del sol muchas veces se
nos convierten como en espejos que más que ver claramente lo externo casi nos
vemos a nosotros mismos.
Pero los cristales con que miramos la vida no son los de una ventana a
través de la que miremos o los de nuestras gafas con tantos tratamientos y
matices de colores que les podemos dar. Los cristales de la vida es lo que llevamos
en nuestro interior y bien sabemos que el egoísta no mirará a lo que hay
alrededor sino desde su egoísmo acaparador, o los prejuicios que tengamos en
nuestro interior desde intereses particulares, ideologías que nos absorben la
mente y el corazón nos llevarán a juzgar a los demás desde esos criterios
interesados y cuando no coinciden con nuestra idea o interés todo lo que veamos
en el otro lo veremos con mirada turbia poniendo en los demás los intereses
malignos que llevemos en el corazón.
¿Por qué no somos capaces de valorar lo bueno que hace el otro, lo que
ha acertado en su manera de actuar, y siempre estaremos poniendo objeciones al
actuar de los que no piensan como nosotros y viéndolo todo desde un sentido
negativo? Nos pasa con el consideramos nuestro contrincante o adversario en
cuestiones, por ejemplo, sociales o políticas, con el que no sabremos colaborar
nunca en lo que plantea desde sus ideas para bien de la sociedad, y a quien
veremos siempre casi como un enemigo al que si pudiéramos hacíamos desaparecer.
Así vivimos enfrentados en lugar de ser capaces de ponernos de acuerdo y
colaborar, mejorando también en lo que hiciera falta de parte y parte, para
lograr un bien común. En lugar de colaborar tenemos más bien deseos de destruir
todo lo que hago el otro desde otro signo.
Creo que todos podemos entender lo que estamos reflexionando y tendría
que hacernos pensar para ser capaces de trabajar de verdad por un bien común
que mejore la vida de nuestra sociedad. Pero es que parece que son unos enemigos
contra los que tenemos que luchar en lugar de una gente que pueda pensar
distinto pero que tendríamos que lograr el ser capaces de colaborar todos
juntos.
Ahí está el color del cristal con el que miramos. Pero ese color lo
llevamos en nuestro corazón y cuando dejamos meter la maldad dentro de nosotros
todo serán rencillas, resentimientos, orgullos heridos, amor propio que nos
llega de petulancia y de soberbia, envidias y desconfianzas, ira y violencia
que se nos descontrola, y así nos vivimos enfrentados, nos herimos los unos a
los otros, no somos capaces de poner comprensión en nuestra vida para entender
mejor al otro, y el perdón nunca aparecerá como una buena actitud y un valor
que tendríamos que cultivar para encontrar la paz.
Es de lo que nos está previniendo Jesús hoy con sus palabras en el
evangelio. Queremos auto-justificarnos en lo que hacemos diciéndonos que
nosotros si actuamos así es influenciados por lo que vemos alrededor para así
descargar nuestras culpas. Es cierto que podemos recibir muchas influencias
negativas de nuestro entorno, pero los actos que nosotros realizamos los
hacemos con nuestra libertad personal, y ante lo negativo que podamos recibir
nosotros tenemos que ser los que decidimos cual es nuestra respuesta que
daremos libremente. Somos nosotros los que dejamos salir de nuestro interior
como un torrente embravecido todas esas maldades con las que miramos o con las
que tratamos a los que están a nuestro lado.
Parte Jesús del concepto que tenían los judíos de que la impureza nos podría
llegar desde fuera y por eso había que purificarse tanto con sus abluciones y
lavatorios para que al comer no entrar nada impuro en su corazón. Pero Jesús
nos viene a decir que la impureza sale de dentro de nosotros. ‘Lo que sale de dentro es lo que hace impuro
al hombre’, les dice; y
luego les explicará a los discípulos más cercanos en casa cuando le vuelven a
preguntar: ‘Lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre. Porque de
dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones,
robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno,
envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y
hacen al hombre impuro’.
Purifiquemos nuestro
corazón para que sea un cristal limpio y brillante con el que miremos a los
demás y lo que hacen y lo veamos siempre con un sentido positivo en la vida.
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