Nos conviene ser sinceros con nosotros mismos para que seamos capaces de ver lo turbio que se mete en nuestro corazón y que nos hace tener una mirada turbia a cuanto y cuantos nos rodean
Hebreos 9,15.24-28; Sal 97; Marcos 3,22-30
Hemos
de reconocer que muchas veces somos mal pensados y desconfiados y no
sabemos apreciar bien lo bueno que hay en los demás. Desde nuestros
orgullos que no soportan que otros puedan hacer el bien o incluso
puedan ser mejores que nosotros somos capaces de ver una doble
intención en lo que hacen los demás, cuando realmente esa mala
intención está en nosotros. Nos cuesta reconocerlo, pero cuántos
recelos se nos meten por dentro cuando vemos lo bueno de los demás.
eso genera un mundo de desconfianzas y de luchas, donde terminaremos,
si no paramos a tiempo, de querer destruir al otro con nuestros
juicios y nuestras críticas que así son destructivas.
No
tendremos paz en el corazón y cuando no tenemos paz en nuestro
corazón todo serán guerras y batallas contra los demás en una
espiral llena de violencias que algunas veces parece no tener fin.
Puede parecer negativo este pensamiento con el que comienzo la
reflexión del evangelio, pero nos conviene ser sinceros con nosotros
mismos para que seamos capaces de ver eso turbio que se mete en
nuestro corazón y que nos hará tener una mirada turbia a cuanto nos
rodea. Es a lo que nos quiere ayudar el evangelio que hoy se nos
ofrece.
Jesús
fue el que pasó
haciendo el bien,
como acertadamente Pedro proclamara un día en el anuncio del
evangelio. Curaba a los enfermos, ponía paz en los corazones,
despertaba esperanzas nuevas en la vida de los que lo rodeaban y
escuchaban, iba liberando del mal a cuantos se acercaban a Él. Es lo
que se nos quiere expresar cuando se nos habla de sus milagros y
curaciones y cuando se mencionaba que expulsaba los espíritus
inmundos de aquellos que estaban poseídos por el mal.
Su
Palabra era una Palabra de paz y de esperanza que impulsaba a los
corazones al bien. Pero no siempre era aceptada, no siempre era
comprendida por quienes le escuchaban sobre todo si tenían el
corazón lleno de maldad y de malicia, no se entendían los signos
que realizaba con sus milagros y aunque la mayoría de la gente
quedaba
asombrada y alababa a Dios por cuanto Jesús hacia, sin embargo
siempre habia algun receloso y desconfiado que era capaz de atribuir
lo bueno que Jesús hacía al espíritu maligno.
‘Los
escribas que habían bajado de Jerusalén decían: Tiene dentro a
Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los
demonios’.
Allí asomaba la malicia y la desconfianza con unos razonamientos que
no tienen sentido. Así quiere hacérselo ver Jesús, aunque en su
cerrazón nunca comprenderán ni aceptarán sus palabras. Y Jesús
les dice que eso es un grave pecado, atribuir al espíritu maligno lo
que es obra del Espíritu de Dios. Un pecado imperdonable, les dice
Jesús. Un pecado imperdonable, porque mientras el corazón no cambie
sino que sigamos obcecados en nuestro mal no nos abrimos a la gracia
de Dios, ese regalo de amor de Dios que es su perdón.
Cuando
vamos con malicia por la vida vamos destruyéndonos a nosotros
mismos, tenemos que reconocer. Nuestro mal destruye cuando nos rodea,
hace daño a los que están a nuestro lado, impide que nuestro mundo
pueda florecer con una vida nueva, pero es que los primeros
destruidos somos nosotros mismos. Nos hacemos intratables, estamos
haciendo siempre juicios inmisericordes contra los otros, endurecemos
el corazón y ya no seremos capaces de amar ni de sentir el amor que
los otros puedan ofrecernos.
Son
los cambios de actitudes que tenemos que realizar desde el fondo del
corazón. Es la conversión que nos pide el Señor, que como siempre
hemos dicho no es solo hacer unos arreglitos en nuestra vida, sino
darle la vuelta a la vida, darle la vuelta a nuestro corazón, a
nuestras actitudes, a nuestra manera de ver y de sentir para llegar a
ser de verdad ese hombre nuevo que Cristo quiere crear en nosotros.
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