La
grandeza no la da un sitio, un sillón o un trono sino el espíritu de servicio y
acogida que tengamos hacia los demás
Sabiduría 2, 17-20; Sal. 53;
Santiago 3, 16–4, 3; Marcos 9, 30-37
Intuimos que se nos quiere decir algo pero no llegamos a captar su sentido,
lo que se nos quiere decir; seguimos ensimismados en nuestros pensamientos, en
nuestras ideas que por muy claro que nos hablen o nos expliquen no vemos más
allá de lo que tenemos en la cabeza; hay como una cerrazón, consciente o
inconsciente, en cierto modo como un miedo porque parece que aquello que
podemos descubrir nos puede hacer daño, nos puede hacer sufrir, es como una
defensa ante lo desconocido en lo que no queremos meternos porque preferimos
seguir donde estamos o como estamos.
Nos dice hoy el evangelio que ‘Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea;
no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos’. Aprovechaba Jesús la soledad de aquellos
caminos, apartado de las multitudes que pronto se les unían cuando llegaban a
las villas y pueblos de Galilea, para ir explicándoles todo lo que le iba a
suceder.
Les hablaba claramente, o
al menos eso es lo que nosotros vemos tras el filtro del tiempo y de las cosas
ya acontecidas, pero ellos no sabían entender, pero también le daba miedo
preguntarles; el miedo a lo desconocido, el miedo a lo que pudiera contrariarles,
el mido ante el sufrimiento propio o ajeno. ‘El Hijo del Hombre va a ser
entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los
tres días resucitará’.
Cuando ya no están las
explicaciones de Jesús ellos van entretenidos en sus conversaciones que
manifiestan de verdad lo que son sus deseos, sus intereses, o las ambiciones
que encierran en sus corazones. Iban discutiendo por el camino, nos dirá el
evangelista. ¿Qué es lo que discutían?
Será Jesús de nuevo el que
los haga recapacitar cuando llegan a Cafarnaún y ya están en casa. ‘¿De qué
discutíais por el camino?’, pregunta Jesús pero nadie quiere responder.
Ahora les da vergüenza. Habían venido discutiendo de quien iba a ser el primero
y principal entre ellos. Como los hijos que se ponen a discutir cual será la
parte de la herencia que le toque a cada uno cuando el padre se muera, y cual
es la mejor y la que aspira a tener cada uno, aunque el padre esté vivo
todavía. Son cosas que en muchos aspectos se siguen repitiendo una y otra vez
cuando nos dejamos arrastrar por las ambiciones del corazón.
Pacientemente una vez más Jesús
se pondrá a explicarles lo que ya tantas veces les había dicho. ‘Quien
quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos’.
Y ¿eso que significa? Pues sencillamente lo que expresan las palabras. La
grandeza no está en el aparentar en los primeros lugares. La grandeza no la da
un sitio, un sillón o un trono.
La grandeza la llevamos en
el alma con la actitud que nosotros tengamos por el amor que sepamos poner en
la vida. Por eso lo importante no es ser el más que brilla en medio de oropeles
o por tener el dominio sobre las cosas o sobre las personas. La grandeza está
en el bien que hagas aunque eso signifique olvidarte de ti mismo. La grandeza
está en el servicio y si para servir te tienes que poner por debajo, te tienes
que poner en el ultimo lugar, pues ponte allí, que será así como resplandecerá
tu grandeza.
Cuánto tendríamos que
aprender de todo esto cuando vemos lo que son las ambiciones de la gente que
solo busca poder, para imponer, para manipular, para hacer las cosas a su
capricho, para buscar su brillo sin importarle el bien de todos, el servicio a
esa comunidad o a esa sociedad a la que se deben y que los ha colocado en ese
lugar para el servicio del bien común. Pero lo que queremos es que prevalezcan
nuestras ideas porque son las únicas que valen, y lo que queremos poner por encima
de todo es nuestro orgullo personal. Y no nos importa lo que piense o lo que
opine el otro; si es un contrincante lo de él nunca sirve para nada, porque yo
soy el que tengo el poder y yo domino y parece que mi verdad será la única
absoluta.
Y Jesús a los discípulos
les puso el ejemplo de un niño. ‘Y
acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: El que
acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí,
no me acoge a mí, sino al que me ha enviado’. Y hoy no nos lo propone como ejemplo de sencillez y de disponibilidad,
eso lo hará en otro momento; hoy nos dice cómo tenemos que ser capaces de
acoger a un pequeño, a un niño. Eso que parece que no vale nada; así eran
considerados los niños en aquella sociedad, que en algunos aspectos no hemos
cambiado mucho. Se trata de acoger lo que parece pequeño e insignificante, como
es acoger un niño.
Así tenemos que sabernos acoger
todos unos a otros, no por su apariencias, los oropeles que les rodeen, o lo
que nos parezca que son sus saberes. Es acoger a la persona, aunque nos parezca
pequeña; es acoger y respetar a todos, también a los insignificantes de manera
que desaparezcan para siempre las discriminaciones; es tener en cuenta al otro
y sus opiniones aunque nos parezcan distintas a las nuestras; es saber contar
con todos dejando que cada uno sea capaz de poner su granito de arena.
De alguna manera Jesús les está diciendo que de eso es de lo que les
hablaba El por el camino aunque ellos no lo entendían ni lo querían entender.
El sube a Jerusalén en un camino de servicio y de entrega, aunque eso parezca
que signifique sufrimiento, dolor y muerte, pero que es un camino de vida. Será
así después de esos momentos de humillación y de pasión cuando de verdad lo van
a reconocer como Señor y como Dios. Pero nos dice que ese tiene que ser también
nuestro camino.
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