Tenemos
que confesar a Cristo siempre desde la óptica de la Pascua que es la óptica del
amor de Dios, como ha de ser para siempre el sentido de nuestra vida
Eclesiastés 3,1-11; Sal 143;
Lucas 9,18-22
Nunca podemos separar nuestra fe en Jesús de su pasión y de su cruz,
de su pascua. Y no es solo una imagen o un recuerdo, sino que tiene que ser una
actitud de la vida, una manera también de vivir nuestra fe.
Habíamos escuchado ayer en el relato anterior cómo Herodes anda
confundido sobre la figura de Jesús. La confusión en cierto modo que tenían las
gentes ante lo que Jesús hacia y decía. Herodes con sus cargos de conciencia sentía
el temor y el temblor por lo que había hecho, por lo que andaba con los recelos
de si era Juan Bautista, al que había mandado matar, que había vuelto a
aparecer. Pero es la confusión de las gentes que miran a Jesús como un gran
profeta y hacen sus comparaciones con los profetas antiguos o con el mismo Juan
el Bautista a quien todos habían conocido.
Mientras Jesús camina por Galilea les hace la pregunta a los discípulos.
‘¿Quién dice la gente que soy
yo?’ Y ya escuchamos
las respuestas de los apóstoles. Pero Jesús quiere saber algo más, hasta donde
llega la fe aquellos que tiene más cerca, de aquellos a los que un día confiará
la misión de continuar con el anuncio de la Buena Noticia del Reino. ‘Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo?’ Ya escuchamos cómo será Pedro el que
haga la profesión de fe. ‘El Mesías de Dios’. Pero también vemos cómo Jesús
les prohíbe terminantemente que se lo digan a nadie.
Si Jesús ha venido con una misión,
es el Hijo de Dios que nos trae la salvación, es el Ungido del Señor, como habían
anunciado los profetas y El mismo lo había proclamado en la Sinagoga de
Nazaret, parece que no tiene sentido que ahora que los discípulos más cercanos
lo reconocen como lo hace Pedro, eso tendría que darse a conocer, tendrían
todos que saberlo y reconocerlo. Pero Jesús no quiere, ¿qué sentido tiene?
Es el sentido de la confusión
que se podría seguir creando, porque los judíos tenían una manera de ver al Mesías
que era como un jefe liberador poco menos que con sus ejércitos que le iba a
dar la libertad al pueblo de Israel, pero ellos pensaban primero que nada en la
liberación del pueblo opresor. Y es ahí a donde Jesús no quiere llegar. Cuando allá
en el desierto después del milagro de la multiplicación de los panes quieren
hacerle rey, Jesús se esconde en la montaña.
Ahora Jesús les explica a
los discípulos lo que tienen bien que entender aunque sea algo que les va a
costar mucho. El Mesías, y emplea la expresión del Hijo del Hombre ya utilizada
por los profetas tiene que padecer, va a ser entregado, va a ser ejecutado y
morir, aunque al tercer día vencerá de la muerte y resucitará. Entender que
Jesús es el Hijo de Dios no lo podemos separar de su Pascua, lo tenemos que ver
siempre con el prisma de su pasión y de su muerte como victoria sobre la muerte
y sobre el mal. Porque la vida de Jesús es entrega, y el que se entrega muere a
si mismo para dar vida a los demás.
Su pasión y su muerte no
serán un sufrimiento cualquiera aunque sea el mayor de los sufrimientos, porque
todo ha de entenderse desde la entrega del amor. Es la ofrenda, es el
sacrificio, es el amor que se entrega, es el amor que engendra vida, es el amor
que nos trae la salvación. Tanto amó Dios al mundo que no paró hasta
entregar a su Hijo único para que todos tengamos vida.
Tenemos que mirar a Cristo
siempre desde la óptica de la Pascua que es la óptica del amor de Dios, como ha
de ser entonces para siempre el sentido de nuestra vida. Es la visión de la fe
verdadera, es la visión con la que confesamos nuestra fe en Jesús; por eso
siempre tendremos al lado la cruz, aunque sabemos que tras la cruz está
resplandeciendo siempre la victoria de la resurrección, la victoria del amor. Y
eso es lo que siempre tiene que ser nuestra vida.
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