El corazón de Cristo un corazón siempre abierto que nos reconforta y nos llena de vida y nos pone en camino de lo mejor
Isaías 26,7-9.12.16-19; Sal. 101; Mateo 11,28-30
Que sensación más agradable se tiene cuando en medio de los agobios y
cansancios de la vida encuentra uno la puerta de un amigo abierta para acogerte
y poder entrar y sentarte simplemente a su lado. En ocasiones no necesitaremos
incluso palabras sino que nos basta la seguridad de esa puerta abierta donde
podemos entrar sin llamar, porque sabemos que allí habrá siempre un lugar donde
nos podamos sentir a gusto, sentarnos placidamente y saber que allí está la
presencia del amigo.
Lo habremos deseado y habremos quizá también tenido esa experiencia. Allí
está el amigo que nos acoge y nos escucha; que nos ofrece una copa de amistad y
un asiento donde poder sentarnos a su lado. Quizá solo se haya sentido el
silencio, pero en el corazón hemos sentido mucho más, porque hemos sentido del
calor de la amistad y de la comprensión, en su mirada hemos escuchado esa
palabra de animo que necesitamos, y ante él no sentimos la vergüenza de
nuestros errores o tropiezos porque sabemos que siempre está esa mano que nos
levanta, esos pasos que nos acompañan, ese silencio quizás que nos comprende.
Se siente uno renacer.
Esta experiencia humana a la que nos estamos refiriendo que ya en si
mismo es una gran experiencia espiritual. No es solo la regeneración de un
cuerpo cansado que busca un lugar de descanso. No siempre es el cansancio físico
el que mas nos daña, sino esa otra sensación de nuestro espíritu que no
encuentra paz, que se siente insatisfecho, que necesita una serenidad para ver
las cosas con mejor luminosidad, que está turbado en medio de tantas luchas,
esfuerzos, desasosiegos, incomprensiones que nos llevan al desánimo y hasta los
deseos de abandono.
Nos parece sentirnos vacíos por dentro y sin una ruta clara en la vida
que nos haga tener unas pautas que seguir. Por eso necesitamos ese descanso que
no es solo un paran en la actividad física, sino un ser capaces de mirarnos a
nosotros mismos cara a cara para encontrarnos a nosotros mismos. Y necesitamos
ese alguien que nos acompañe, que nos quite temores, que nos dé seguridad y
aplomo en lo que queremos conseguir.
En toda esa turbulencia espiritual en la que nos vemos inmersos desde
nuestra fe sabemos que hay alguien que viene a nuestro encuentro, que nos abre
las puertas de su corazón, que nos va a dar esa paz que tanto necesitamos y que
no sabemos encontrar por otros caminos.
Hoy escuchamos esas palabras tan sencillas pero que tanto ánimo nos
dan que nos dice Jesús. ‘Venid a
mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi
yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis
vuestro descanso’.
¿Queremos más? Ahí está el corazón
de Cristo con su mansedumbre, su humildad, su amor. Es un corazón siempre
abierto. No hay puertas que lo cierren porque el amor no tiene puertas, es un
hogar siempre abierto, es la dulzura y la paz que tanto necesitamos. Con
seguridad, con certeza podemos ir siempre hasta Jesús. Nos acoge, nos escucha,
nos reconforta, nos perdona y nos llena de gracia, nos da nueva vida, nos pone
siempre en camino de lo mejor.
Jesús nos dice que
aprendamos de El. ¿Aprenderemos a ser también corazón siempre abierto para los
demás? En el mundo de agobios y carreras en el que vivimos, en un mundo tan
llene de acritud y violencia que nos rodea, ¿por qué no probamos a ser nosotros
corazones llenos de mansedumbre y de paz donde los que están cerca de nosotros
puedan encontrar también alivio y descanso? Será un camino para llevarlos hasta
Jesús.
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