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domingo, 15 de julio de 2018

Nuestro vivir no es ser un árbol sin hojas y sin frutos sino que llenos de vida compartimos la riqueza de nuestro yo y nuestra fe con los demás



Nuestro vivir no es ser un árbol sin hojas y sin frutos sino que llenos de vida compartimos la riqueza de nuestro yo y nuestra fe con los demás

Amós 7, 12-15; Sal. 84; Efesios 1, 3-14; Marcos 6, 7-13

Vivir no es simplemente dejar pasar las horas, dejar pasar los días. Una vida así en esa pasividad no tiene aliciente, es como una vida sin sentido. Qué somos, qué vivimos, para qué vivimos son preguntas que están en lo hondo del corazón de cada persona. Un por qué y un para qué. Una vida dejada pasar así es como un árbol sin hojas y sin frutos.
No es simplemente un adorno. Es la riqueza que cada uno desde su yo más profundo da al mundo en el que vive, con lo que enriquece el mundo. Por eso no es estar mano sobre mano. Yo diría que aunque nos parezca que ya hemos dado lo nuestro a lo largo de los muchos o pocos años de nuestra vida. Vivir tiene que ser un florecer continuo, y cuando la planta da flores es porque anuncia frutos.
Me atrevo a pensar que eso tiene que ser siempre nuestra vida. Como un aparte que me surge al hilo de esta reflexión hay personas que cuando se jubilan en cierto modo se mueren. Ya he trabajado, ya he producido, se dicen, qué más puedo hacer yo, y se quedan en una inacción; todos conocemos personas que tras la jubilación porque aun no han encontrado un por qué más para su vida en esos momentos comienzan a desmejorarse, comienzan a aparecer las enfermedades, comienzan los aburrimientos y se van consumiendo lentamente. Pensaron quizá que ya no valían para nada más.
Y mientras hay vida seguimos valiendo en todo cuanto podemos seguir contribuyendo a la misma vida, a la familia y al mundo en que vivimos. Quizá me he alejado un tanto de propósito primero de esta reflexión a la luz del evangelio.
Tenemos una misión en la vida, vivir y hacer vivir; vivir desde nuestro yo con todas las circunstancias de nuestros valores personales que enriquecen nuestro yo y vivir para los demás. La propia vocación, el sentido de misión da sentido a la vida de cada persona. No solo, yo diría, vivimos con los demás –lo cual ya es verdaderamente importante – sino vivimos también para los demás. Esa riqueza de nuestra vida – y no hablo ahora de lo material – ha de enriquecer también a los demás.
Los discípulos seguían a Jesús. Según le escuchaban, contemplaban sus signos, descubrían su vida se iban con El; además Jesús los iba llamando también, los iba invitando a seguirle. Pero no era solamente estar con todo lo importante que es; todo aquello que ellos iban recibiendo había de llevarlo a los demás. Es lo que hoy escuchamos en el evangelio. Eran sus discípulos pero tenían una misión. Jesús los llama y los envía, de dos en dos, como nos dice el evangelista.
‘Llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto...’
Van con la misión de la paz y de la vida. Será su saludo y será el regalo que lleven a cuantos encuentren. El anuncio es que llega el Reino de Dios, está cerca, ahí lo tenemos en nuestros corazones si creemos en esa Buena Noticia. Ellos lo estaban viviendo junto a Jesús; señales de ello era esa pequeña comunidad, ese pequeño grupo que se iba congregando en torno a Jesús, pero signos eran también como se iba venciendo el mal. Jesús curaba a los enfermos y era lo que ellos ahora también debían hacer.
Pero ese sanar, ese curar era mucho más que desapareciese una enfermedad o una limitación física que se pudiera tener en el cuerpo, parálisis, ceguera, lepra o cualquier otro tipo de enfermedad. Es que se despertaba la fe y con la fe tenían que nacer unas actitudes nuevas; con la fe tenia que nacer una nueva cercanía entre todos, porque tendríamos que destruir todas aquellas barreras que desde nuestro corazón tantas veces podemos poner a los demás.
Hay barreras en la vida peores que la ceguera de unos ojos, la lepra que nos aísla, o la parálisis que no nos deja caminar. Cuantas cosas nos hacen ciegos para no ver lo bueno de los demás, con cuantos odios y resentimientos, envidias y orgullos mal curados nos recomemos por dentro y apartándonos de los demás, cuanto mal puede salir por nuestros labios con nuestras palabras violentas, con nuestras criticas o nuestros juicios condenatorios de los otros; cuantas veces nos vemos paralizados en nuestro egoísmo y nuestra insolidaridad cuando dejamos de pensar en los demás para pensar solo en nosotros mismos y los que a nosotros nos satisfaga; cuantas veces en nuestra pasividad e inactividad dejamos de hacer fructificar nuestra vida y sus valores impidiendo que los demás se beneficien de esa riqueza que hay en nuestra vida.
Tenemos que curar y tenemos que curarnos para que podamos llevar vida para hacer que nuestro mundo sea mejor. Y esa es la misión que Jesús nos confía, porque a nosotros también nos está enviando. No podemos cruzarnos de brazos, pensar que no somos capaces o no tenemos nada que hacer.
Siempre hay una semilla que sembrar, una buena palabra que decir, una mano que tender para ayudar a levantarse al caído, una sonrisa que compartir para llevar el amor y la paz de Dios que hay en nuestro corazón también a los demás. Si no lo hiciéramos nuestra vida y nuestra fe estarían muertas; dejemos que Jesús, el Señor, nos resucite y nos llene de nuevo de ilusión y de esperanza para tener vida y poder dar vida.

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