Nuestro vivir no es ser un árbol sin hojas y sin frutos sino que llenos de vida compartimos la riqueza de nuestro yo y nuestra fe con los demás
Amós 7, 12-15; Sal. 84; Efesios 1, 3-14; Marcos 6, 7-13
Vivir no es simplemente dejar pasar las horas, dejar pasar los días.
Una vida así en esa pasividad no tiene aliciente, es como una vida sin sentido.
Qué somos, qué vivimos, para qué vivimos son preguntas que están en lo hondo
del corazón de cada persona. Un por qué y un para qué. Una vida dejada pasar así
es como un árbol sin hojas y sin frutos.
No es simplemente un adorno. Es la riqueza que cada uno desde su yo
más profundo da al mundo en el que vive, con lo que enriquece el mundo. Por eso
no es estar mano sobre mano. Yo diría que aunque nos parezca que ya hemos dado
lo nuestro a lo largo de los muchos o pocos años de nuestra vida. Vivir tiene
que ser un florecer continuo, y cuando la planta da flores es porque anuncia
frutos.
Me atrevo a pensar que eso tiene que ser siempre nuestra vida. Como un
aparte que me surge al hilo de esta reflexión hay personas que cuando se
jubilan en cierto modo se mueren. Ya he trabajado, ya he producido, se dicen,
qué más puedo hacer yo, y se quedan en una inacción; todos conocemos personas
que tras la jubilación porque aun no han encontrado un por qué más para su vida
en esos momentos comienzan a desmejorarse, comienzan a aparecer las
enfermedades, comienzan los aburrimientos y se van consumiendo lentamente.
Pensaron quizá que ya no valían para nada más.
Y mientras hay vida seguimos valiendo en todo cuanto podemos seguir
contribuyendo a la misma vida, a la familia y al mundo en que vivimos. Quizá me
he alejado un tanto de propósito primero de esta reflexión a la luz del
evangelio.
Tenemos una misión en la vida, vivir y hacer vivir; vivir desde
nuestro yo con todas las circunstancias de nuestros valores personales que
enriquecen nuestro yo y vivir para los demás. La propia vocación, el sentido de misión da sentido a la vida
de cada persona. No solo, yo diría, vivimos con los demás –lo cual
ya es verdaderamente importante – sino vivimos también para los demás. Esa
riqueza de nuestra vida – y no hablo ahora de lo material – ha de enriquecer también
a los demás.
Los discípulos seguían a Jesús. Según le escuchaban, contemplaban sus
signos, descubrían su vida se iban con El; además Jesús los iba llamando
también, los iba invitando a seguirle. Pero no era solamente estar con todo lo
importante que es; todo aquello que ellos iban recibiendo había de llevarlo a
los demás. Es lo que hoy escuchamos en el evangelio. Eran sus discípulos pero
tenían una misión. Jesús los llama y los envía, de dos en dos, como nos dice el
evangelista.
‘Llamó Jesús a los Doce
y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus
inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni
pan ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no
una túnica de repuesto...’
Van con la misión de la paz
y de la vida. Será su saludo y será el regalo que lleven a cuantos encuentren.
El anuncio es que llega el Reino de Dios, está cerca, ahí lo tenemos en
nuestros corazones si creemos en esa Buena Noticia. Ellos lo estaban viviendo
junto a Jesús; señales de ello era esa pequeña comunidad, ese pequeño grupo que
se iba congregando en torno a Jesús, pero signos eran también como se iba
venciendo el mal. Jesús curaba a los enfermos y era lo que ellos ahora también debían
hacer.
Pero ese sanar, ese curar
era mucho más que desapareciese una enfermedad o una limitación física que se
pudiera tener en el cuerpo, parálisis, ceguera, lepra o cualquier otro tipo de
enfermedad. Es que se despertaba la fe y con la fe tenían que nacer unas
actitudes nuevas; con la fe tenia que nacer una nueva cercanía entre todos,
porque tendríamos que destruir todas aquellas barreras que desde nuestro corazón
tantas veces podemos poner a los demás.
Hay barreras en la vida
peores que la ceguera de unos ojos, la lepra que nos aísla, o la parálisis que
no nos deja caminar. Cuantas cosas nos hacen ciegos para no ver lo bueno de los
demás, con cuantos odios y resentimientos, envidias y orgullos mal curados nos
recomemos por dentro y apartándonos de los demás, cuanto mal puede salir por
nuestros labios con nuestras palabras violentas, con nuestras criticas o
nuestros juicios condenatorios de los otros; cuantas veces nos vemos
paralizados en nuestro egoísmo y nuestra insolidaridad cuando dejamos de pensar
en los demás para pensar solo en nosotros mismos y los que a nosotros nos
satisfaga; cuantas veces en nuestra pasividad e inactividad dejamos de hacer
fructificar nuestra vida y sus valores impidiendo que los demás se beneficien
de esa riqueza que hay en nuestra vida.
Tenemos que curar y tenemos
que curarnos para que podamos llevar vida para hacer que nuestro mundo sea
mejor. Y esa es la misión que Jesús nos confía, porque a nosotros también nos
está enviando. No podemos cruzarnos de brazos, pensar que no somos capaces o no
tenemos nada que hacer.
Siempre hay una semilla que
sembrar, una buena palabra que decir, una mano que tender para ayudar a
levantarse al caído, una sonrisa que compartir para llevar el amor y la paz de
Dios que hay en nuestro corazón también a los demás. Si no lo hiciéramos
nuestra vida y nuestra fe estarían muertas; dejemos que Jesús, el Señor, nos
resucite y nos llene de nuevo de ilusión y de esperanza para tener vida y poder
dar vida.
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