Tenemos que aprender a abrir nuestro corazón a la sorpresa de la fe y nos haga soltar las amarras para que liberados de todo nos pongamos a caminar siguiendo los pasos de Jesús
1Juan 3,11-21; Sal 99; Juan 1,43-51
Quizás en ocasiones se fuerzan encuentros que de entrada nos parecen
no deseados y podemos tener la tendencia, aunque aceptemos el llegar a ese
encuentro, de ponernos como a la distancia, con cierta desconfianza, porque
quizá no nos creemos del todo lo que nos han dicho de esa persona o la apariencia
con que se nos pueda presentar. Pueden ser momentos incluso tensos en que no
sabemos por donde se va a romper la cuerda, o sea, a donde nos va a llevar ese
encuentro o si nos va a servir para algo; quizás en el fondo estamos deseando
que todo aquello termine, y que luego lo demos todo por olvidado.
Pero puede saltar la chispa en positivo, algo que se nos dice, un
gesto que apreciamos, una apertura que no esperábamos de la persona con quien
nos estamos encontrando, y al momento todo puede cambiar y quizá nazca de allí
una amistad muy profunda, en cierto modo nos podemos hacer inseparables de esa
persona que hemos conocido, e incluso podamos llegar a tener proyectos comunes
en la vida por los que luchar juntos.
Siempre necesitamos una cierta apertura de corazón, de mente cuando
vamos a llegar a alguien y tendríamos que saber evitar o dejar de lado todos
los prejuicios que se nos puedan meter en la cabeza; con prejuicios en la
cabeza va a ser difícil que le demos un lugar en el corazón a esa persona con
la que nos encontramos. En la vida no podemos caminar con la mente cerrada, no
nos podemos dejar influir por prejuicios que nos hayamos hecho, sino que
tenemos que aprender a ir en positivo por la vida.
En el evangelio que vamos escuchando estos días estamos contemplando
esos primeros encuentros que Jesús iba teniendo con aquellos que iban a ser sus
primeros seguidores, sus discípulos más cercanos que llegarían incluso a formar
parte del grupo de los doce especialmente escogidos por Jesús.
Unos le buscan porque alguien les ha hablado con Jesús, a otros es Jesús
el que directamente les invita, como es el caso de Felipe del que nos habla hoy
en el evangelio, pero será también el hecho de que Felipe entusiasmado por Jesús,
como antes lo había estado Andrés que había llevado a Simón hasta Jesús, es
ahora el que le habla a Natanael de que han encontrado a aquel de quien hablan
las Escrituras. Pero en este caso Natanael anda con sus desconfianzas, primero
por la rivalidad de pueblos vecinos al ser de Caná de Galilea, un pueblo
cercano a Nazaret, y también porque no se termina de creer lo que le dice
Felipe.
Pero el encuentro con Jesús fue tumbativo. Ya conocemos el diálogo
porque Jesús lo recibe – como lo hace siempre Jesús con todos – con un saludo
muy positivo. ‘Ahí tenéis a un
israelita de verdad, en quien no hay engaño’. Aquellas palabras lo desarmaron en sus desconfianzas
aunque en cierto modo sigue manteniendo la lucha. ‘¿De qué me conoces?’
Pero Jesús sí lo conocía, como conoce siempre el corazón del hombre. Algo hay
en su vida a lo que Jesús con palabras que solo Natanael entiende hace
referencia. Vendrá una confesión de fe, una apertura total de su corazón y su
vida ante Jesús.
La pregunta que nos hacemos
sería ¿cómo nos acercamos nosotros a Jesús? ¿Tendremos también nuestras ideas
preconcebidas, como las tenemos tantas veces en nuestras relaciones con los
demás, a vamos a dejarnos sorprender por Jesús? Quizá algo tendría que cambiar
en nuestras posturas, algo que nos abra a la sorpresa de la fe, algo que nos suelte
las amarras para que en verdad nos pongamos a caminar con toda libertad
siguiendo los pasos de Jesús.
No hay comentarios:
Publicar un comentario