Necesitamos reencontrarnos con la esperanza que nos dé la certeza de un mundo nuevo y mejor que podemos entre todos construir y en la Navidad eso ha de ser realidad para nosotros
Isaías 40, 1-5. 9-11; Sal 84; 2Pedro 3, 8-14; Marcos 1, 1-8
Unas lágrimas que surcan el rostro de alguien muchas veces nos dejan
mudos y sin saber como reaccionar y cómo consolar; no encontramos palabras, no
sabemos como acercarnos a la persona, nos sentimos como indefensos.
Sean las lagrimas de un niño o sean las lagrimas de un anciano desde
su soledad; sean las lagrimas de una persona que sufre una penosa enfermedad, o
de cualquiera que sea que se ve envuelto en problemas y con su corazón
angustiado porque no sabe cómo afrontarlos o cómo salir adelante; serán quizá también
las lágrimas que nosotros nos bebemos amargamente en nuestros problemas o
desesperanzas, en la desorientación con la que caminamos en la vida sin saber
qué camino coger porque todos nos parecen igual de oscuros al menos en su
principio, en nuestros sufrimientos o cuando contemplamos el sufrimiento de los
demás que hacemos también nuestro; o será todo ese mundo que a veces nos
angustia porque contemplamos tantas cosas que hacen sufrir a las personas, o a
tantos que en su maldad solo buscan su provecho o sus intereses sin importarle
nada ni nadie.
Necesitamos un consuelo que sea algo más que palabras bonitas que
quieran reconfortarnos pero que parece que no nos valen de nada; necesitamos un
consuelo que puede ser una presencia de una mano amiga, del calor de un corazón
que sabe que te quiere, de algo que te haga levantar la esperanza porque te
ayuda a vislumbrar que detrás de esas oscuridades que nos ofrece la vida
siempre podremos encontrar una luz.
Necesitamos reencontrarnos con la esperanza que nos dé la certeza de
un mundo nuevo y mejor que podemos entre todos construir. Necesitamos la
esperanza que nos haga mirar a lo alto para buscar altos ideales y mejores
metas, que nos hagan encontrar un sentido espiritual a nuestras vidas, que nos
ayuden a encontrar esos nuevos caminos que nos lleven a una plenitud de lo
mejor de nuestra existencia.
Con el profeta en este camino de adviento encontramos una invitación
al consuelo que podamos encontrar para nosotros y que aprendamos a ofrecer de
la mejor manera a los demás. ‘Consolad,
consolad a mi pueblo, –dice vuestro Dios–; hablad al corazón de
Jerusalén…’ Palabras que fueron
dichas por el profeta en momentos en que el pueblo se sentía perdido, se creía
abandonado de Dios, pesaba sobre él la culpa de su infidelidad y pecado, Vivian
momentos de crisis con el pueblo roto y desterrado lejos de su patria. Y viene
sobre ellos esta palabra del Señor que les habla de caminos nuevos que se
abrirán incluso en el desierto y en la estepa, en que van a sentir de nuevo
sobre ellos la presencia del Señor que llega a ellos con su misericordia y su perdón.
Podíamos decir que se les abrían los
cielos, renacía en sus corazones una nueva esperanza porque podían llegar a
comprender que Dios seguía amándoles; aparece la imagen del pastor que recoge
en sus brazos a los corderos y a las ovejas, para ayudar a las más débiles,
para curar a las que están heridas y enfermas, para ofrecerles a todos nuevos
pastos que les alimenten.
Nosotros también escuchamos esta
palabra del profeta en nuestro camino de Adviento, en este segundo domingo que
nos acerca a la Navidad. Y las escuchamos desde eso que es nuestra vida, con
sus sufrimientos y sus lágrimas, con sus desesperanzas y sus agobios, con sus
desorientaciones y oscuridades. Tenemos que reconocer nuestra realidad y la
realidad concreta que se vive en nuestra sociedad. No todo es fácil. Hay mucho
sufrimiento. Muchos han perdido también las esperanzas y pareciera que para
ellos no hay ningún tipo de consuelo.
La Palabra del Señor que escuchamos no
son solo bonitas palabras que pudieran haber servido a hombres y mujeres de
otro tiempo. En nuestra desorientación o en nuestro orgullo quizás hasta
podemos pensar que son palabras de otro tiempo que hoy a nosotros ya no nos
dicen nada. No nos equivoquemos. Abramos nuestro espíritu, despertemos nuestra
fe, abramos los ojos para vislumbrar esa luz que el Señor nos ofrece y sepamos
escuchar allá en lo hondo del corazón.
La misericordia del Señor nunca se
acaba. La fuerza del espíritu del Señor en verdad puede hacer de nosotros un
hombre nuevo y crear un mundo nuevo. Solo tenemos que dejarnos conducir. Con el
profeta como en un eco ya más cercano contemplamos y escuchamos a Juan
Bautista, el que ya inmediatamente preparó los caminos del Señor ante su
inminente venida. A nosotros sus palabras también nos pueden ayudar a abrir
nuestro corazón a Dios.
‘Juan bautizaba en el
desierto; predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les
perdonasen los pecados. Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus
pecados, y él los bautizaba en el jordán’. Así nos dice el evangelista para describirnos la acción del
Bautista. Como decíamos antes tenemos que comenzar por reconocer nuestras
oscuridades, nuestros miedos, nuestros desánimos y todo ese mundo turbio que se
nos ha metido en el corazón.
Muchas veces tenemos un
tesoro pero no lo vemos porque está oculto con la suciedad que lo ennegrece y
parece que le quita valor. Tenemos también nosotros que purificarnos para
descubrir la riqueza grande que hay en nuestro corazón y cuantas cosas
podríamos realizar. Dejémonos conducir por la palabra de Juan el que venia a
preparar un pueblo bien dispuesto para el Señor y en nosotros también se obrará
esa maravilla.
Sintamos que en verdad el
Señor viene, viene a nuestra vida y nos transforma. Lo que vamos a celebrar es
algo más que un recuerdo, tampoco se puede quedar en añoranzas como de ninguna
manera vivirlo desde la frivolidad y la superficialidad. Celebrar la Navidad es
sentir de verdad que el Señor viene para hacer de nosotros ese hombre nuevo y
con nosotros hacer ese mundo nuevo. Y esto es lo que tendremos que comenzar a
vislumbrar que comienza a haber en nosotros a partir de todo lo que vamos a
celebrar; pero será si lo hacemos con hondura, con profundidad, con verdadero sentido.
Y sentiremos el consuelo de
Dios que se nos manifestará de mil maneras y podremos ofrecer también ese
consuelo a tantos que de una forma o de otra sufren en nuestro entorno. No son
palabras vacías, sino que tiene que ser una realidad que vivamos en nuestra
vida.
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