Hemos de tener por adelantado la certeza de que el amor de Dios no nos falta y el amor de Dios es primero
1Corintios 11,17-26.33; Sal 39; Lucas 7,1-10
‘Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe’. ¿Por qué esa
admiración de Jesús? ¿Por qué esa alabanza? Eran un centurión romano; se supone
que pagano, no de religión judía, aunque sabemos por los textos paralelos que
era bien considerado con los judíos a los que había ayudado en la construcción
de la sinagoga de Cafarnaún.
Habría sentido admiración por Jesús cuando escuchaba que era un
profeta que iba enseñando a las gentes; acaso en alguna ocasión le habría
escuchado anónimo en medio de la multitud que se arremolinaba en torno a Jesús;
habría oído hablar de los signos que realizaba pues la fama de Jesús corría de
boca en boca.
Ahora un criado al que aprecia mucho
está enfermo y ya no sabiendo a quien acudir en busca de remedios que le
curen, acude a Jesús. Pero no se atreve a ir directamente; envía algunos
mensajeros; cuando escucha que Jesús quiere acercarse a su casa, envía de nuevo
otros mensajeros manifestando que no se siente digno de que Jesús llegue a su
casa – en el relato paralelo del otro evangelista será ya el mismo centurión el
que diga directamente estas palabras a Jesús – y que tiene la certeza de que
solo una palabra bastará para curar a su criado; pone el ejemplo de sus ordenes
que a una sola voz son cumplidas por sus subordinados, así poderosa es la
Palabra de Jesús.
‘Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe’, es la
reacción de Jesús. El criado quedará sano, como constatarán los enviados a su
vuelta. Es la fe, la confianza humilde de aquel hombre. Fe y humildad que
brillan en la súplica llena de esperanza. Cuánto tenemos que aprender.
Suplicamos desde nuestras necesidades, pedimos una y otra vez, pero da la
impresión de que no estamos convencidos de que vamos a ser escuchados. Con
confianza y con humildad tenemos que aprender a ir hasta Jesús.
No como un último remedio, sino con la certeza y la confianza de que Jesús
estará a nuestro lado siempre. Y sentiremos su fuerza, y crecerá nuestra fe,
nuestros ojos se llenarán de luz, mientras en nuestro corazón renace la
esperanza. No acudimos con exigencias, ni con chantajes, sino con confianza y
con humildad. No nos tenemos que creer los merecedores de todo y que por muchas
cosas que hagamos tenemos derecho a exigirle a Dios una respuesta. Nuestras
promesas, sí, se quieren convertir muchas veces en chantajes, casi como una
compraventa, pero hemos de tener por adelantado la certeza de que el amor de
Dios no nos falta y el amor de Dios es primero. Somos nosotros lo que tenemos
que dar respuesta a ese amor de Dios.
Como nos decía san Juan, ‘el amor no consiste en que nosotros
hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero’. Esa certeza no la
podemos olvidar, por delante está el amor que Dios nos tiene. Con esa confianza
acudimos siempre a El.
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