Todos soñamos con cosas buenas y todos hemos de sembrar en nosotros y en nuestro mundo buenas semillas que fructifique en frutos hermosos de un mundo mejor
2Samuel
7,4-17; Sal 88; Marcos 4,1-20
Todos soñamos con cosas buenas. Tenemos metas en la
vida más o menos grandes, anhelamos conseguir cosas, los ideales nos mueven
desde dentro, nos hacemos promesas de hacer siempre lo mejor. Pero bien sabemos
que muchas veces no lo conseguimos; se nos quedan en el sueño de un momento mas
o menos de fervor o entusiasmo, vienen los cansancios, somos inconstantes en el
mantener la luchas por ir consiguiendo esos objetivos, nos rendimos ante las
dificultades que vamos encontrando, o nos dejamos arrastrar por la rutina, por
lo que hacen los demás para no llevar la contraria al ambiente. Solo los
esforzados, los que no solo tienen claras las ideas o las cosas que quieren
conseguir sino que han cultivado una fuerza interior serán capaces de alcanzar
esas metas o ver realizados sus sueños al menos en gran parte, porque siempre
desean más y lo mejor.
Esto podría ser una forma de hacer una lectura o de
traducir a esa lucha nuestra de cada día la parábola que Jesús nos propone hoy
en el evangelio. Nos habla del sembrador, de una semilla, de un terreno más o
menos favorable y de unos frutos que al final solo consiguen los que han sabido
preparar una tierra buena y hacer un buen cultivo de aquella semilla en ellos
plantada.
Es una clara referencia a la Palabra de Dios y al Reino
de Dios que Jesús quiere plantar en nosotros y que hemos de saber cultivar. Con
sus dificultades, con sus fracasos, con sus abandonos, o con el buen cultivo en
nuestra vida de esos valores del Reino de Dios. La imagen la tenemos en Jesús,
el buen sembrador que sale por los caminos y los pueblos, que anda en medio de
las gentes siempre sembrando la semilla de la Palabra de Dios, de la Buena
Noticia del Reino de Dios. No en todos fructificó, no todos lo acogieron de la
misma manera, muchos incluso lo rechazaron, solo aquellos que fueron capaces de
ser fieles, fieles en su fe y fieles en la gracia que el Señor en ellos iba
derramando permanecieron hasta el final.
Nos miramos a nosotros y miramos a la Iglesia. No solo
somos esa tierra en la que el Señor siempre esa buena semilla, sino que además
nosotros también hemos de ser sembradores,
la Iglesia es sembradora en medio del mundo de esa semilla del Reino. Lo
malo sería que no fuéramos buenos sembradores, que no pusiéramos todo el
entusiasmo y todo el esfuerzo por hacer esa siembra; lo malo seria que en el
sembrador ya hubiera también esa dureza del corazón porque no lo habría
empapado de la misericordia y del amor divino; nos puede pasar a nosotros y le
puede pasar también a la misma Iglesia. Que hubiera otras cosas que nos
distraen o que nos atraen, que brillara demasiado en nosotros la vanidad de las
apariencias o de las cosas ostentosas y no fuéramos lo suficiente humildes para
presentarnos con sencillez y con amor en el corazón. Muchas piedras podremos
encontrar en el camino, muchos zarzales que nos enreden o muchos perfumes que
nos engañen. Como sembradores hemos de ser los primeros en ser tierra buena y
cultivada, nosotros y la Iglesia.
Hace referencia a lo que es nuestra vida de cada día
con sus sueños y con sus metas, como decíamos al principio. Serán nuestros
trabajos y responsabilidades, será nuestra familia, será ese circulo donde
convivimos, será ese mundo con el que tenemos que sentirnos comprometidos para
hacerlo mejor poniendo nuestro grano de arena, sembrando nuestra buena semilla.
Que nada nos aparte de nuestras metas, que nada nos engañe ni nos distraiga,
que no nos pueda el cansancio ni la
rutina, que haya en nosotros perseverancia y esfuerzo, que haya en nosotros
apertura a la gracia del Señor para dejarnos motivar y conducir. Podremos llegar
a dar fruto hasta del ciento por uno, como nos dice la parábola.
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