A quien vamos a contemplar subir a Jerusalén hasta lo alto del Calvario es a nuestro Salvador, verdadero Hijo de Dios
Jer. 20, 10-13; Sal. 17; Jn. 10, 31-42
‘Si hago las obras de
mi Padre, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y
sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre’. Admirable revelación que nos está
haciendo Jesús de sí mismo. Pero los judíos no entienden y lo rechazan. Por las
obras que hace Jesús podemos conocerle. Hace las obras de Dios.
Ya en otra ocasión, como alguna vez hemos recordado,
escuchábamos decir a Nicodemo cuando fue de noche a ver a Jesús que tiene que
ser un enviado de Dios, alguien con quien esté Dios, porque de lo contrario no
podría hacer las obras que hace. Ya era una confesión de Nicodemo reconociendo
cuanto de Dios había en Jesús. Ahora nos dice el mismo Jesús que El es aquel ‘a quien el Padre consagró y envió al mundo’,
y que por eso es el ‘Hijo de Dios’.
Los judíos lo veían como un hombre más; algunos podían
decir que era un gran profeta que había aparecido entre ellos y hasta llegarían
a aclamarle entusiasmados como el hijo de David, en la entrada en Jerusalén,
como vamos pronto a celebrar; pero otros se quedaban en el Jesús de Nazaret, el
hijo del carpintero, aquel cuyos parientes estaban entre ellos; pero no eran
capaces de vislumbrar algo más; tenían cerrados los ojos de la fe para escuchar
lo que Jesús les decía. En verdad era el consagrado de Dios, el que venía lleno
del Espíritu Santo, ungido por el Espíritu Santo como escuchábamos en la sinagoga
de Nazaret, y verdaderamente el Hijo de Dios.
Abramos nosotros también los ojos de la fe, cuando nos
disponemos en los próximos días a celebrar la pasión y la muerte de Jesús.
Seamos capaces, con esos ojos de la fe bien abiertos, a reconocer a Jesús como
verdadero Dios al mismo tiempo que como verdadero hombre, reconociendo en El al
Mesías salvador que por nosotros dará su vida para obtenernos la gracia del
perdón de los pecados.
Ese reconocimiento de la divinidad de Jesús es
necesario y muy importante. No vamos simplemente a ver a un hombre bueno que es
capaz de sacrificarse por los demás; no vamos a contentarnos con considerar la
envidia o la maldad de aquellos que no aceptan a Jesús porque puede desestabilizarles
sus vidas o sus intereses, y por eso querrán quitarlo de en medio; no nos quedamos en los intereses de todo tipo
que pudieran tener los contemporáneos de Jesús y que por eso traman contra su
vida hasta llevarlo a la condena por parte de las autoridades sociales o
políticas del momento.
Nosotros a quien vamos a contemplar subir a Jerusalén y
subir hasta lo alto del Calvario es a nuestro Salvador que dio su vida por
nosotros para que nosotros tuviéramos vida para siempre; nosotros
contemplaremos a Jesús verdadero Hijo de Dios, consagrado y enviado por el
Padre, ungido del Espíritu divino, que nos viene a proclamar el año de gracia
del Señor anunciando a los pobres y a los que sufren, a los pecadores y a
cuantos hemos vivido de espaldas a Dios, que para nosotros es la gracia y el
perdón, para nosotros es la Salvación. No es una sangre cualquiera la que se va
a derramar porque es el Hijo de Dios que viene a establecer la nueva y eterna
alianza de salvación en su sangre derramada para el perdón de los pecados.
Es lo que nos disponemos a celebrar y a vivir; es la
gracia que se va a derramar sobreabundantemente sobre nuestras vidas para
alcanzarnos la vida y la salvación. Es el misterio pascual que nosotros vamos a
vivir porque vamos a sentir que en la pasión y en la muerte de Cristo y en su resurrección
contemplamos ese paso salvador de Dios por nuestras vidas, que no viene para
destruirnos sino para salvarnos, que nos viene a traer el perdón y la
misericordia, que nos viene a hacer sentir la paz nueva de los amados de Dios y
que nos convertimos también en sus hijos.
No es algo ajeno a nosotros lo que vamos a contemplar y
celebrar. Ahí está nuestra salvación, y vaya que sí tiene que importarnos. Ahí
tenemos que poner nuestra vida abriendo nuestro corazón a ese paso de Dios que
nos trae la vida y la salvación. Pongamos todo nuestro empeño en ahora
prepararnos y luego vivir con toda intensidad ese misterio de salvación que es
la Pascua del Señor, que tiene que ser nuestra Pascua.
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