No pongamos barreras a la gracia del Señor que quiere inundar nuestra vida
Ez. 37, 21-28; Sal.: Jer. 31, 10-13; Jn. 11, 45-56
‘No comprendéis que os
conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera…’ profetizó Caifás sin saberlo. Ellos
pensaban desde su política, desde sus intereses, ante el temor de revueltas y
represiones. Estaban llenos de miedos porque la gente se iba con Jesús y ya no
era solo la posible pérdida de poder e influencia que pudieran tener, sino que
además por mucho que ellos hicieran después de los milagros de Jesús, sobre
todo de la resurrección de Lázaro la gente comenzaba más a creer en Jesús.
Cuando estamos ya en el último peldaño de nuestra
subida y ya inmediatamente delante de las puertas de la semana de la Pasión que
comienza mañana, nos viene bien esta Palabra del Señor que se nos ha
proclamado. ‘Conviene que uno muera por
el pueblo’, que decía Caifás pero no era por lo que ellos podían pensar o
desear. Allí está quien se va a entregar, y lo hace libremente, para que
nosotros no perezcamos. No son las revueltas o represiones que ellos
sospechaban sino que es la esclavitud mucho más honda que nos lleva a la muerte
con nuestro pecado.
Allí está quien con su sangre derramada en la cruz va ‘a reunir a los hijos de Dios dispersos’.
Lo había anunciado el profeta que hemos escuchado en la primera lectura. ‘Voy a recoger a todos los israelitas de las
naciones a las que marcharon; voy a congregarlos de todas partes, los voy a
repatriar’, que decía el profeta Ezequiel, para ser ‘un solo pueblo… ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios’.
Vuelven a resonar las palabras de Dios en el Sinaí
cuando la Alianza, pero ahora va a ser una Alianza nueva y eterna, la Alianza
sellada con la Sangre del Cordero que quita los pecados del mundo. ‘Haré con ellos una alianza de paz, alianza
eterna pactaré con ellos… con ellos moraré, yo seré su Dios y ellos serán mi
pueblo’.
Va nacer un nuevo pueblo, el pueblo de la Alianza nueva
y eterna en la sangre de Cristo derramada en la cruz. En Cristo y en su Sangre
somos consagrados, somos hechos un nuevo pueblo, comienza a nacer la Iglesia.
Es lo que vamos a celebrar. Vamos a contemplar estos
días la pasión y la muerte del Señor y la vamos a meditar hondamente en nuestro
corazón. Es todo el misterio pascual de Cristo que nos redime, que nos llena de
vida, que nos hace nuevo pueblo de Dios, que nos hace hijos de Dios.
No puede ser algo que contemplemos desde el exterior,
como si fuéramos simplemente espectadores que solamente lloremos como plañideras
pero sin dejar que eso afecte a nuestra vida. Tiene que ser algo que vivamos
hondamente en nuestro corazón. Tenemos que sentir en nuestro corazón la emoción
del amor que es el que nos va a transformar totalmente. Cuando contemplemos su
pasión y su muerte una vez más hemos de sentirnos movidos a convertir nuestro
corazón a Dios; pero tiene que surgir también la acción de gracias desde lo
hondo de nosotros mismos. Cómo no dar gracias cuando contemplamos cuánto es el
amor que el Señor nos tiene. Damos gracias por su amor; damos gracias por su
entrega y su muerte en la cruz; damos gracias por la paz nueva que vamos a
sentir en nuestro corazón.
Preparémonos de verdad para vivir todo este misterio de
Cristo que nos trae la salvación. Hemos venido dando pasos a lo largo de toda
la Cuaresma y, como decíamos, estamos en el último peldaño a la entrada de esta
semana de la Pasión que culminará en la resurrección. Que haya de verdad pascua
en nuestra vida, porque sintamos el paso salvador del Señor por nosotros. No cerremos
las puertas de nuestro corazón; no nos hagamos oídos sordos a la llamada del
Señor; no pongamos barreras a la gracia del Señor que llega a nosotros y quiere
inundarnos de vida nueva en la celebración de la Pascua.
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