Las malas raíces que nos impiden que fructifique la semilla de la Palabra
Jer. 3, 14-17; Sal. :Jer. 31; Mt. 13, 18-23
Nos ha venido hablando el evangelio de la parábola del sembrador. Debido a las celebraciones que hemos tenido en estos días no habíamos podido seguir en lectura continuada el evangelio de cada día y no escuchamos la parábola del sembrador proclamada por Jesús. Los discípulos le han preguntado por qué les habla en parábolas y hoy hemos escuchado cómo al llegar a casa a ellos en particular se las explica.
Recordemos que la parábola habla de la semilla sembrada a voleo y que cae en diferentes tierras, incluso al borde del camino, unas más preparadas que otras, y en consecuencia da pocos frutos en unos casos mientras en la tierra preparada puede llegar hasta el ciento por uno.
En las imágenes que nos propone la parábola se nos está diciendo cuáles son esos motivos por los que la Palabra de Dios no siempre da fruto en nuestra vida. Entender o no entender la Palabra qu se nos proclama, la constancia o no constancia en llevarla a la práctica en nuestra vida, los afanes y esclavitudes que pudiera haber en nosotros a causa de nuestros apegos, pueden ser algunos de los motivos para que no dé frutos en nosotros.
La semilla de la Palabra hay que acogerla con entusiasmo y cariño, con deseos verdaderos de querer captar en toda profundidad lo que nos quiere decir, y es necesario desapegarnos de muchas cosas que se convierten en obstáculos fuertes en nuestro corzón para que pueda llegar a dar fruto.
Muchas veces escuchamos y no queremos entender. Nos da miedo quizá a lo que nos pueda comprometer, o no nos dejamos guiar por quien pueda ayudarnos a entenderla y plantarla de verdad en nuestro corazón. Puede haber también la actitud del orgullo y la autosuficiencia de creernos sabérnoslas todas y por eso ya de alguna manera nos hacemos oídos sordos a esa Palabra y quien pueda ayudarnos. O nos ponemos ya de antemano en una actitud negativa y de rechazo. Con posturas así no podrá llegar a nuestro corazón, no producirá fruto en nuestra vida. Y hemos de reconocer que venimos muchas veces con esos oídos sordos.
Luego por otra parte está nuestra debilidad, esa flojera, esa rutina de nuestra vida, donde buscamos el menor esfuerzo, somos como mariposas que vamos de flor en flor, en que nos falta constancia para continuar con la tarea emprendida de renovación de nuestra vida, que nos pide la Palabra del Señor que llega a nosotros. Así, una vez más, se queda infructuosa en nuestra vida.
Y no digamos nada cuando nuestro corazón está endurecido por el pecado, por las malas costumbres, por el vicio del que no queremos arrancarnos. Es que esa semilla no podrá brotar y si brota no tendrá la suficiente fuerza para llegar a florecer y fructificar en nuestra vida.
Es necesario cultivar la tierra de nuestro corazón, teniendo verdaderos deseos de superación, de cambio, de renovación. Cultivar esa tierra es ir arrancando de raíz todo ese mal que se ha enraizado en nuestro corazón, arrancándonos del pecado, alejándonos de la tentación. Cultivar esa tierra es regarla con la gracia divina y para eso es necesario espíritu de oración, acercarnos a los caudales de gracia que son los sacramentos que nos purifican y nos llenan de vida, dejarnos conducir por el Espíritu del Señor que nos habla allá en lo más hondo del corazón y que nos va moviendo con su gracia.
Que no nos cansemos de escuchar la Palabra, de rumiarla una y otra vez en el corazón. a
Sólo así podremos ser esa tierra buena que dé fruto al ciento por uno.
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