Oseas, 11, 1.3-4.8-9;
Sal.: Is. 12;
Ef. 3, 8.12.14-19;
Jn. 19, 31-37
‘A mí, el más insignificante de todos los santos, se me ha dado esta gracia: anunciar a los gentiles la riqueza insondable que es Cristo…’ Con cuánta humildad se presenta el apóstol Pablo para hablar de Jesús. Hay una profundidad grande en su mensaje, profundidad de quien estaba enamorado y lleno de Cristo. Sólo quien está lleno de Cristo puede hablar como él lo hace, dejándose conducir por la revelación del Espíritu. Por eso su palabra, el mensaje de sus cartas es para nosotros Palabra de Dios.
Es la humildad que con no cierto temblor nos acercamos nosotros también a Jesús para conocerle más y más, dejando que también el Espíritu del Señor nos hable en el corazón y nos haga saborear todo lo que es el amor de Dios manifestado en Jesús.
Es hermoso lo que hoy escuchamos, la Palabra del Señor que nos ofrece la liturgia en esta fiesta, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Hermoso y lleno de ternura el texto del profeta Oseas para que nos digan que en el Antiguo Testamento no tenemos textos hermosos que nos hablan del amor de Dios, de la ternura del corazón de Dios para con su pueblo.
Expresivas las imágenes de cómo Dios nos llama, nos acompaña en el camino de la vida y poco menos que nos lleva en brazos, nos atrae hacia El con su amor, nos alimenta con su amor y su Palabra, nos deja entrever la ternura de su corazón. ‘Con correas de amor lo atraía… se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas…’ y así más que castigarnos merecidamente por nuestro pecado nos ofrece su amor y su perdón para siempre.
Hermoso texto y hermosa reflexión que nos podemos hacer con estos maravillosos textos cuando estamos celebrando hoy al Corazón de Jesús, que es celebrar el amor que Cristo nos tiene que es manifestación de la ternura de Dios para con nosotros. ¡Cómo no sentirse uno cautivado por ese amor tan entrañable! Nuestro corazón tiene también que conmoverse y comenzar a latir al unísono del corazón amoroso del Padre. A su mismo latido, a su mismo ritmo de amor tendríamos nosotros que amar.
Desentonamos nosotros tantas veces con la arritmia de amor que padecemos. Nos pesa y nos puede en tantas ocasiones nuestro egoísmo y nuestro orgullo. Tenemos que buscar la medicina de la gracia de Dios, de la fuerza de su Espíritu que aletee en nuestro corazón. ‘Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación’, hemos orado y cantado en el salmo. Del Corazón de Cristo traspasado por la lanza del soldado en su muerte en la cruz manó sangre y agua, como un signo de esa gracia que Dios quiere derramar sobre nosotros.
Y esa medicina de gracia la encontramos en nuestra oración que cada día tendría que ser más íntima y más profunda con el Señor. Que sepamos abrir nuestro corazón, nuestro espíritu a Dios para poder llenarnos de El. Que como Pablo con humildad nos acerquemos a El porque solo templando bien las cuerdas de nuestra humildad nuestro corazón podrá ir a su ritmo de amor, podremos dejar que entre Dios en nosotros para poder amar con su amor.
‘Doblo mis rodillas ante el Padre, oraba el apóstol como nos manifiesta en la carta a los Efesios, pidiéndole que de los tesoros de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu robusteceros en lo profundo de vuestro ser, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; y así, con todos los santos, lograréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo lo que trasciende toda filosofía, el amor cristiano’.
Que sea también nuestra oración. Que se derrame así su gracia sobre nosotros, para sentirnos fuertes en nuestra vida y en nuestro amor. Que en verdad dejemos inhabitar a Cristo y su Espíritu en nuestro corazón. Recordemos aquello que nos decía Jesús en la última cena, que si guardábamos su palabra cumpliendo los mandamientos seríamos amados del Padre que vendría a habitar en nuestro corazón. Es el empeño que hemos de poner en nuestra vida. El Señor nos da su gracia pero hemos de dar respuesta de amor nosotros queriendo hacer la voluntad de Dios, como Cristo cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre.
Qué trascendencia más grande le damos a nuestra vida cuando la llenamos de amor. Cuando amamos de verdad nuestro corazón se ensancha más y más y nuestra vida se va llenando de plenitud. El amor nos hace grandes y cuando más amemos más creceremos en ese amor y lo que es lo mismo, más creceremos en la vida de Dios. Dejémonos inundar por el Espíritu Santo que es Espíritu de amor.
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