Hechos, 20, 17-27;
Sal. 67;
Jn. 17, 1-11
‘Me dirijo a Jerusalén, forzado por el Espíritu. No sé lo que me espera allí, solo sé que el Espiritu Santo, de ciudad en ciudad, me asegura que me aguardan cárceles y luchas…’ Hermoso testimonio de quien se deja conducir por el Espíritu Santo.
Pablo que había estado en Éfeso, había recorrido las diversas Iglesias de Acaya y ahora se dirige a Jerusalén. Al pasar por Mileto, no teniendo tiempo de visitar de nuevo la comunidad de Efeso manda a buscar a los principales responsables de aquella Iglesia y allí en Mileto les dirige la palabra que es algo así como una despedida porque sabe que el Espíritu lo va conduciendo de nuevo a Jerusalén y allí le aguardan ‘cárceles y luchas’, como más adelante vemos en los Hechos de los Apóstoles.
Pero fijémonos en las palabras y en el testimonio de Pablo en esta despedida. Quien se deja conducir por el Espíritu Santo es hombre espiritual y llegará a dar verdadera gloria al Señor con toda su vida. Así es la vida de Pablo, entregado a predicar el Reino como testigo del evangelio y a quien ahora sólo le preocupa cumplir el encargo recibido. Pero Pablo nos está dando muestras de la profundidad de su fe y de su vida y de la altura de su espiritualidad para así dejarse conducir por el Espíritu del Señor. Todo siempre para la gloria del Señor que es lo que él busca.
Pero no siempre es fácil alcanzar esa altura espiritual. No siempre es fácil dejarse conducir por el Espíritu del Señor. Somos muy de carne y la carne es flaca como les diría Jesús a los discípulos en Getsemaní. Somos débiles y cuando presentimos la tentación y la lucha tenemos el peligro de sentirnos sin fuerzas. Nos arrastra mucho la pasión y el egoísmo y podemos estarle poniendo límites a nuestra entrega y a nuestro amor porque queremos reservarnos para nosotros mismos en muchas ocasiones. Tenemos miedo a poner toda esa disponibilidad para dejarnos conducir por el Espíritu ante el temor de lo desconocido, de lo que nos pueda pedir el Señor.
Tenemos que entrenarnos para lograr esa disponibilidad y esa generosidad del corazón. Y no son entrenamientos físicos, como podemos comprender. Es crecer en el amor del Señor y aprendiendo a cultivar en nosotros un amor semejante al del Señor. Para ello necesitamos estar muy unidos al Señor, unión que no lograremos de verdad sino a partir de una purificación interior y de un crecimiento de nuestro espíritu de oración.
Si el sarmiento no está unido a la vid, a la cepa, hemos escuchado recientemente, no podrá dar fruto. Es lo que tenemos que hacer nosotros. Así crecerá nuestra espiritualidad; así le daremos verdadera profundidad a nuestra vida; así aprenderemos a discernir e interpretar correctamente lo que nos sucede y a escuchar la voz del Espíritu en nuestro corazón sin ninguna confusión.
No acallemos esa voz del Espíritu en nuestro interior. Hagamos verdadero silencio espiritual para poder escucharla, para poder sentir esa presencia del Espíritu en nosotros. Hay ruidos que nos han ensordecido los oídos del corazón, como aquel que está siempre rodeado de sonidos estridentes y le han dañado ya el oído y no sabrá distinguir un sonido suave y agradable o el susurro de las cosas hermosas. Cuántas cosas, en nuestras pasiones, con nuestros orgullos, en nuestro egoísmo han ido ensordeciendo los oídos del alma, o distraen nuestro espíritu. Tendremos que afinar de nuevo nuestro espíritu y nuestro corazón para poder escuchar ese susurro de Dios que nos hará sentir suavemente su amor en nosotros.
Estamos en esta semana de preparación para Pentecostés y nuestra oración constante es pedir que se derrame el Espíritu de Dios en nuestros corazones. Pidámoslo con insistencia, con amor, con perseverancia para poner también disponibilidad en nuestro corazón. Pidámosle que nos conceda el espíritu de fortaleza para con valentía decir sí a todo lo que nos vaya pidiendo Dios aunque sean cosas costosas y dolorosas. Con la fuerza del Espíritu Santo todo será posible y podremos en verdad dar gloria en todo momento al Señor.
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