Hechos, 5, 27-35;
Sal. 33;
Jn. 3, 31-36
‘El que cree en el Hijo posee la vida eterna… porque el Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos… y el que Dios envió habla las Palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida…’
Creemos en Jesús. Queremos poner toda nuestra fe en El. Y El nos da su vida, nos llena, nos inunda de vida eterna, porque nos da su Espíritu. Y ¡de qué manera! Nos inunda de su Espíritu para hacernos partícipes de su vida divina. Creo que a esta afirmación de fe nos lleva todo lo que venimos celebrando en estos días de Pascua. ¿Queremos pruebas más fuertes y contundentes de que en verdad quiere llenarnos de su vida que todo el misterio de Cristo que hemos contemplado y celebrado en los días pasados?
Nadie puede hacer tanto como ha hecho Jesús por nosotros si no es por amor. Grande es el amor de Dios que nos da a su Hijo, lo entrega por nosotros; grande es el amor que Jesús nos tiene cuando de tal manera se ha entregado por nosotros en su pasión y su muerte en Cruz. Es más, la consideración de tanta entrega y tanto amor tendría que mover nuestro corazón de una forma radical, mover nuestra vida a cambiar para amar más, para responder con mayor amor, en una palabra, para ser más santos.
Aunque nos parezca que nos repetimos – y es cierto que nos estamos repitiendo – creo que es tan grande lo que Jesús ha hecho por nosotros que no nos tendríamos que cansar de meditarlo, rumiarlo una y otra vez en nuestro interior para dar gracias, para alabar y bendecir al Señor, para dejarnos inundar de su Espíritu que es el que nos ayudará a que lo comprendamos todo, a que tengamos fuerza para realizarlo en nuestra vida.
¿Qué es lo que le dio valentía y coraje a Pedro y a los Apóstoles cuando tenían que enfrentarse a los tribunales y responder a los requerimientos del Sumo Sacerdote y del Sanedrín para que no hablasen del nombre de Jesús? El Espíritu Santo que habían recibido y moraba en sus corazones. Espíritu Santo que les había hecho comprender todas las cosas del misterio de Cristo en toda su plenitud y podían ahora ver claro y reconocer el amor y la gracia del Señor en su vida.
El tiempo de Pascua que venimos celebrando y que concluirá en Pentecostés nos lleva a vivir esa presencia de Cristo resucitado en nuestra vida, pero de alguna manera ya nos está haciendo presente la fuerza del Espíritu Santo que luego de manera especial recibiremos en Pentecostés. Aunque de manera un tanto más intensa nos aparecerá en la liturgia y en la Palabra de Dios en la última semana, eso no quita para que ya vayamos sintiendo su presencia y dejándonos inundar por su fuerza para hacer nuestra profesión de fe en Cristo resucitado.
Retomando de nuevo lo que decíamos de la valentía de los apóstoles para anunciar el nombre de Jesús como única salvación, hoy hemos visto que de nuevo ‘son conducidos a la presencia del Consejo del Sanedrín’ y les interrogan por qué no han obedecido las órdenes que les habían dado y en su lugar ‘habían llenado Jerusalén con las enseñanzas del evangelio de Jesús’. Ya conocemos su respuesta. ‘Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres’.
Quienes habían experimentado en sus vidas el amor de Dios que en ellos se había derramado, ahora no podían callar. Eran unos testigos a los que no se les podrá poner una mordaza en su boca, porque ‘testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo que Dios da a los que le obedecen’.
Creemos en Jesús y obedecemos a Dios. Escuchamos su mensaje de amor y nos convertimos en testigos de todo aquello que hemos experimentado en lo más hondo de nosotros mismos. Que el Señor nos dé fuerzas para ser testigos de su amor.
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