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miércoles, 14 de abril de 2010

Jesús la expresión suprema del amor del Padre y nosotros sus mensajeros

Hechos, 5, 17-26;
Sal. 33;
Jn. 3, 16-21

Creemos en Jesús. Celebramos nuestra fe en Jesús. Queremos vivir con toda intensidad nuestra fe en Jesús. Por eso estamos aquí, queremos vivir este estilo y sentido de vida. Pero cuando decimos que creemos en Jesús estamos reconociendo y proclamando el amor grande que Dios Padre nos tiene.
Jesús es la expresión suprema del amor del Padre a los hombres. Y Jesús es nuestro único salvador, que en ese amor de Dios y ese amor que El nos tiene por nosotros se ha entregado para que nosotros tengamos vida.
Es lo que nos viene a decir hoy el evangelio en esta conversación que venimos escuchando y comentando estos días entre Jesús y Nicodemo. ‘Tanto amó Dios al mundo, que entregó su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en El, sino que tengan vida eterna’.
Dios Padre desde el cielo nos lo señala como su Hijo amado y predilecto. Así lo escuchamos en la teofanía del Bautismo y en lo alto del Tabor cuando la transfiguración de Jesús. El Hijo amado de Dios, elegido y predilecto. A quien tenemos que escuchar y seguir. Pero a quien El nos ha entregado para que tengamos vida.
A pesar de que nosotros hayamos preferido la muerte cuando elegimos el camino del pecado, Dios no quiere nuestra condenación sino la vida y la salvación. ‘Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por El’.
Como nos explica Juan en el comienzo del Evangelio Jesús es la luz que vino a este mundo para iluminarnos, pero preferimos las tinieblas a la luz. Cuantas veces hemos preferido las obras del mal a las obras buenas, porque así nos hemos dejado engatusar por la tentación y el pecado.
La fe en Jesús supone aceptarle, pues, como nuestro único salvador. Es el amor de Dios que nos salva. Y cuando lo aceptamos como nuestro único salvador vivir ya para siempre en su luz. Vivir en la luz es vivir en la práctica de las buenas obras, unas obras según Dios. Unas obrar que tienen que ser entonces unas obras de amor.
Cuando nos detenemos un poquito a reflexionar sobre todo esto tiene que avivarse nuestro deseo de vivir a tope nuestra fe, nuestro deseo de vivir nuestra vida santamente realizando las obras del amor. Sentimos nuestra debilidad. Sentimos cómo la tentación del mal nos acosa. Y por eso mismo pedimos con insistencia al Señor que nos conceda la fuerza y la gracia de su Espíritu para que lleguemos a comprenderlo, a convencernos hondamente de todo esto, a vivirlo con toda radicalidad.
Pero todo esto además es algo que hemos de saber trasmitir también a los demás. Tenemos que ser mensajeros de evangelio, mensajeros del amor de Dios. Hemos escuchado hoy que cuando el Ángel del Señor liberó de la cárcel a los apóstoles les dijo: ‘Id al templo y explicadle al pueblo este modo de vida’. Hemos de ir al templo, hemos de ir a los hermanos para hablarles una y otra vez todo lo que es el amor que Dios nos tiene que nos ha enviado, entregado a su propio Hijo.

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